lunes, 1 de diciembre de 2014

Burladero Baudelaire (VIII)

Capítulo V
Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I 

Como un vórtice ciego nuestro antro arrastraba cada noche muchas almas, aunque por el día todos guardaban silencio. Des Saintes abría a los pies de sus víctimas un maelstrom de perdiciones, pero a cambio halagaba su vanidad y multiplicaba sus potencias creativas. Pienso ahora en un enclenque y jovencísimo Eliot con ojos de lechuza fascinada, recitando a la luz cadavérica de una vela los poemas de Laforgue. Que yo recuerde es de los pocos que huyó a tiempo, o al menos de los pocos que, aun habiendo huido, no fracasó después. Nada original hay en su célebre ensayo sobre Baudelaire, nada en sus estudios de Dante que no le hubiéramos enseñado aquí, donde le regalamos, en premio a su traición, toda la angustia de su Tierra Baldía,—Hypocrite lecteur, — mon semblable, —mon frère![1]Todos volvían y todos callaban, porque el silencio era la gran consigna, el segundo mandamiento de nuestra fraternidad. El primero era el miedo, un terror sagrado que Faustin sabía inocular como nadie, primitivo conocedor de los misterios de Eleusis y de las arcanas magias de las treinta y tres dinastías de Egipto.

Mi misión, ya se ha apuntado, era de naturaleza proselitista. Cuando el crepúsculo trazaba sus zarpazos de sangre sobre el cielo de París, ofrecía, como habían hecho conmigo, la ponzoñoso crátera de nuestra absenta a cualquier jovencito con ínfulas bohemias en algún tugurio de Montmartre. Junto Amparo y Ondine recorríamos los quais a la caza de los desesperados que se asomaban al Sena, había que impedir que sobre las luces oscilantes del río pudieran atisbar el último semblante de la esperanza. No más de media hora después, apenas advertían el otro aviso que, tras el anuncio del “BURLADERO” rezaba, es un decir: Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate[2]

¡Ah París! Nuestro ruedo giraba igual que una pista de circo, que un inmenso carrusel impulsado por los caballos del averno. Y al son vertiginoso del can-can del Orfeo en los Infiernos de Offenbach, al estrépito del primer fuego de los negros saxofones de Nueva Orleáns, al ritmo furioso de las castañuelas, bajo el mágico capote de Faustin de Saintes -obispo y oro- se sucedía un frenesí nocturno en el que convivían las fantasmagorías plateadas de Eugène  Atget con la sincopada música de Satie, las coreografías silvestres y eslavas de Diáguilev y las primeras excentricidades de Cocteau, las sesiones vienesas de psicoanálisis y las primeras proyecciones sicalípticas sobre la pantalla luminosa de los Lumière. Hicimos tantas cosas que si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribieran.[3]

Sí, había vendido mi alma al diablo. Y, aunque no era infeliz porque la noche acudía a mi auxilio encendiendo sus guirnaldas de gas, una amargura retráctil como la lengua de una serpiente lamía mi corazón condenado. El spleen me invadía y la mirada turbia de Baudelaire alumbraba mis pasos desnortados por los últimos arrabales, sabedor de que ningún demiurgo, ningún encantamiento alemán, podría deshacer mi pacto con Satanás.

Entonces, claro, estalló la Guerra.




[1] “Hipócrita, lector, mi semejante, mi hermano”. Son los versos finales del Primer Movimiento de “The Waste Land”,  proceden del poema “Au Lecteur”, del seráfico Charles Baudelaire. NOTA DEL EDITOR.
[2] “Abandona toda esperanza si entras aquí “ (Inferno, Canto III) NOTA DEL EDITOR
[3] Cfr. Final del Evangelio según San Juan. NOTA DEL EDITOR.



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