Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
Como un vórtice ciego nuestro antro arrastraba cada noche muchas
almas, aunque por el día todos guardaban silencio. Des Saintes abría a los pies
de sus víctimas un maelstrom de
perdiciones, pero a cambio halagaba su vanidad y multiplicaba sus potencias
creativas. Pienso ahora en un enclenque y jovencísimo Eliot con ojos de lechuza
fascinada, recitando a la luz cadavérica de una vela los poemas de Laforgue.
Que yo recuerde es de los pocos que huyó a tiempo, o al menos de los pocos que,
aun habiendo huido, no fracasó después. Nada original hay en su célebre ensayo
sobre Baudelaire, nada en sus estudios de Dante que no le hubiéramos enseñado
aquí, donde le regalamos, en premio a su traición, toda la angustia de su Tierra Baldía, “—Hypocrite lecteur, — mon semblable, —mon frère! “[1]Todos
volvían y todos callaban, porque el silencio era la gran consigna, el segundo mandamiento
de nuestra fraternidad. El primero era el miedo, un terror sagrado que Faustin
sabía inocular como nadie, primitivo conocedor de los misterios de Eleusis y de
las arcanas magias de las treinta y tres dinastías de Egipto.
Mi misión, ya se ha apuntado, era de naturaleza proselitista. Cuando
el crepúsculo trazaba sus zarpazos de sangre sobre el cielo de París, ofrecía,
como habían hecho conmigo, la ponzoñoso crátera de nuestra absenta a cualquier
jovencito con ínfulas bohemias en algún tugurio de Montmartre. Junto Amparo y
Ondine recorríamos los quais a la
caza de los desesperados que se asomaban al Sena, había que impedir que sobre
las luces oscilantes del río pudieran atisbar el último semblante de la
esperanza. No más de media hora después, apenas advertían el otro aviso que, tras
el anuncio del “BURLADERO” rezaba, es un decir: Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate[2].
¡Ah París! Nuestro ruedo giraba igual que una pista de circo,
que un inmenso carrusel impulsado por los caballos del averno. Y al son
vertiginoso del can-can del Orfeo en los Infiernos de Offenbach, al estrépito
del primer fuego de los negros saxofones de Nueva Orleáns, al ritmo furioso de
las castañuelas, bajo el mágico capote de Faustin de Saintes -obispo y oro- se
sucedía un frenesí nocturno en el que convivían las fantasmagorías plateadas de
Eugène Atget con la sincopada música de Satie, las coreografías silvestres
y eslavas de Diáguilev y las primeras excentricidades de Cocteau, las sesiones vienesas
de psicoanálisis y las primeras proyecciones sicalípticas sobre la pantalla luminosa
de los Lumière. Hicimos tantas cosas que si se las relatara detalladamente,
pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se
escribieran.[3]
Sí, había vendido mi alma al diablo. Y, aunque no era infeliz
porque la noche acudía a mi auxilio encendiendo sus guirnaldas de gas, una
amargura retráctil como la lengua de una serpiente lamía mi corazón condenado. El
spleen me invadía y la mirada turbia
de Baudelaire alumbraba mis pasos desnortados por los últimos arrabales,
sabedor de que ningún demiurgo, ningún encantamiento alemán, podría deshacer mi
pacto con Satanás.
Entonces, claro, estalló la Guerra.
[1]
“Hipócrita, lector, mi semejante, mi hermano”. Son los versos finales del
Primer Movimiento de “The Waste Land”, proceden
del poema “Au Lecteur”, del seráfico Charles Baudelaire. NOTA DEL EDITOR.
[2]
“Abandona toda esperanza si entras aquí “ (Inferno, Canto III) NOTA DEL EDITOR
[3]
Cfr. Final del Evangelio según San Juan. NOTA DEL EDITOR.
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