Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
Pero había otra pregunta, aún más severa, que yo evitaba hacerme
entregado en cuerpo y alma a aquellos voluptuosos aquelarres. ¿Cuál era el
verdadero interés de des Saintes? ¿Por qué se había fijado en mí y me había
abierto de par en par las puertas de sus paraísos artificiales? Desde luego mi
posición social no le era indiferente, y no por mi fortuna, saneada, pero no
demasiado briosa, sino como un honorable habitante del Primer Distrito, huérfano
de un embajador plenipotenciario de Napoleón III. Pues ni guillotinas ni
barricadas han podido jamás derribar los muros, más altos que tronos, que
separan los barrios de París. Faustin sabía bien cómo barajar las cartas del
tarot y no le faltaba ninguna figura de la baraja. Sin la indolente anuencia de
algunos burgueses respetables, de algunos clérigos descarriados y el brillo estrafalario de ciertos
militarotes no podría apuntalar la telaraña que cada día hilaba con más
precisión alrededor de aquel hervidero de artistas, de aquel enjambre de
polillas ciegas que revoloteaban por salones, galerías y cabarets.
Quizá por una pura cuestión biográfica guardaba una especial
predilección por los expatriados a quienes meticulosamente lograba rebautizar
como perfectos parisinos, apoyándose para ello en su guardia de corps de pura
sangre gala en la que yo me había integrado inopinadamente, inmerso en el exotismo
oriental de nuestro BURLADERO. Así encajaban las piezas de es este puzzle diabólico,
cuyas más brillantes adquisiciones últimas eran el andaluz Picasso y el
semipolaco Apollinaire.
Estaba fascinado y obsesionado con Picasso a quien sabía destinado
a los más altos y perversos objetivos, lo adoraba y lo temía. “Superará a
Baudelaire”, me decía con devoción, “tendrá al mundo a sus pies”. Sin embargo
ningún historiador del arte ha acertado jamás a explicar -aunque quizá esto también
forma parte del triunfo de des Saintes- la verdadera raíz de la tauromaquia picassiana. Los
cuernos del minotauro y los cuernos de la cabra, y toda esa explosión de llanto
y sangre que siempre los acompañan, significan otra cosa, son el mejor souvenir, de aquellas kermeses heroicas.
“Tenemos que hacer algo, pinta demasiado bien”. Este fue el
primer encargo que me hizo des Saintes,
asustado por los cuadros rosas y sentimentales de saltimbanquis y arlequines
con los que Picasso estaba “perdiendo el tiempo”. Durante varias noches me
apliqué a la tarea de componer una coreografía salvaje sobre el tableau con la ayuda de nuestras amiguitas. La genialidad de las máscaras
africanas fue del propio Faustin. A mí aún me pueden ver en uno de los bocetos
que se han conservado, yo soy el estudiante que sale por la izquierda,
separando los telones de seda roja, con algo parecido a unos libros o una
calavera. El resultado nos dio a todos un poco de miedo y el cuadro se escondió
un tiempo. Yo desaparecí, por fortuna, de la versión final. Pero el objetivo se
había conseguido. Para entretenernos empezamos a maquinar luego el robo de la
Gioconda. A fin de cuentas el Louvre estaba al lado de casa, en el Primer
Distrito de París.
[Continuará...]
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