Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
Entonces lloré amargamente y caí desmayado sobre el barro...
Deserté.
Durante la noche deambulaba por los páramos y rondaba granjas
solitarias o abandonadas para robar comida. Por el día me ocultaba en alguna
hondonada al resguardo de la caliginosa neblina que no se había separado de mí
desde el ataque que determinó mi huida.
Había decidido no encaminarme a París, al menos mientras en el
horizonte aún latieran los resplandores rojizos de la Gran Berta y no cesara el
estruendo sordo de los morteros. De lejos veía desfilar, una tras otra, las
grandes columnas de los ejércitos, cuyo uniforme cambiante pero unánime
tristeza confundía mi valoración de los hechos, ¿eran alemanes o franceses? De
cuando en cuando surcaban el cielo, atronando el paisaje, aviones de una solidez
y envergadura para mí desconocidas. ¿Y qué significaban aquellas insignias
rojas, con una cruz gamada en su centro, tan semejantes a algunos de los símbolos
esotéricos con que me había iniciado?
Pasadas algunas semanas y tras algunos altercados con los
campesinos, que invariablemente huían ante mi presencia, llegué a convencerme
de mi invisibilidad e incluso me acerqué a las líneas de ataque, pero nada
aclaraba mi confusión: aquellos carros de combate, despiadados, como un cruce
de elefante y oruga, debían ser el arma secreta de la que tanto se había
hablado al principio de la guerra. Desesperado, abría a veces al azar el libro
maldito y fiel que era, todavía, mi única compañía bajo los astros:
Homme
libre, toujours tu chériras la mer![1]
Como cada vez me resultaba más difícil encontrar víveres, me
dirigí hacia las playas. Se acercaba el verano. Quizá en algún puerto de
pescadores podría encontrar el anhelado sosiego que me estaba vedado.
Una mañana, muy temprano, ya cerca de las costas, asistí a un
espectáculo no menos inesperado que sublime: el cielo se pobló de un enjambre
de hombres que bajaban del lo alto iluminados por el sol. Unas alas inmensas ralentizaban su vuelo de Ícaro, sin embargo, apenas se hubieron
posado en el suelo, fue atrozmente ametrallado desde unas oscuros fortines
enterrados que asomaban su amorfa cabeza de paquidermo. La visión de aquellos
cuerpos desangrándose, que un instante antes habían formado parte del coro de
los ángeles, superaba en horror a todo lo que había visto hasta entonces.
Comprendí que daba igual hacia dónde caminara, la destrucción
era mi compañera y el infierno mi morada.
¿Continuará...?
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