Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
Y yo
solo anhelaba morir.
Aceptaba
o me presentaba voluntario a todas las misiones sin importarme el riesgo. A los
mandos no se les escapaba esta tendencia aniquiladora y eludieron condecorar mi temeridad que era el verdadero nombre del valor. Mi reputación no era la del
héroe, sino la del villano que retorna indemne del último cercado mientras una
compañía entera yace esparcida como las tripas de un caballo de picar sobre un
terreno aguanoso y calcinado. A medida que el espanto se apoderaba de los
hombres crecía el odio que regularmente me profesaban. Salía solo a las
exploraciones y batidas. ¿Quién se hubiera atrevido a acompañarme a la busca de
una muerte cierta?
Pero no
moría.
En el
invierno de 1917 me trasladaron a Verdún. Allí la gran maquinaria del Maligno estaba
reventando su carro. No era la primera vez que cambiaba de batallón, mi actitud
huraña e irascible provocaba el malestar de la tropa. Hubieran debido
fusilarme, pero tampoco se atrevieron, así que optaban por cambiarme de líneas; para algunas funciones suicidas era insuperable. Como una sombra errante fui
recorriendo todo el frente occidental. Una fama abominable me precedía: en
Artois un obús había estallado a dos pasos de mí enterrando a diez hombres; en
Cambrai un tanque volcó sobre una zanja aplastando y mutilando a otros tantos; en
Arrás, en el silencio de la noche, un proyectil silbó e impactó contra mi
casco, pero un funesto rebote destrozó la frente de nuestro sargento.
Desde
los fortines de la ciudadela se divisaba una irregular sucesión de colinas, las
hileras de los chopos elevaban sus raquíticos esqueleto negros sobre la tierra
removida en la que se dibujaba un mapa amorfo de empalizadas de hueso: la
cartografía de una gusanera. Bajé pronto a las trincheras: la madera podrida por el agua ciega, las importadas
ratas de las villas, las chinches y las pendencias entre los soldados por un
mal trago de aguardiente turbia eran el espejo perfecto de mi alma vacía.
No
sentí llegar el gas.
Un
fogonazo me deslumbró, abrí los ojos a una niebla densa y fosforescente, las
sombras de mis compañeros se desplomaban entre espasmos y gritos. A mí al principio
el dolor me desconcertó, un fuego abrasador quemaba mis pulmones y mi garganta.
Me temblaban las piernas y los brazos. No podía escapar del halo verdoso de la
bruma, hipnótico como la absenta. Las convulsiones dieron pronto paso a un
sentimiento de anómala beatitud. Ante mis ojos, como en la linterna mágica de
mi niñez, se fueron proyectando sobre la pantalla del humo todos los horrores
en los que había participado desde que traspuse el umbral de la casa de des
Saintes. Entonces lloré amargamente y caí desmayado sobre el barro.
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