Como los
duques habían partido para Sevilla por la mañana temprano para acudir al oficio
divino al día siguiente en la catedral y solo permanecían en el palacio la guardesa con su cuerpo de servicio, no tuvo dificultad alguna para internarse por
el amplio patio hacia las cocinas y alacenas.
Al pasar junto a los pabellones aún
pudo admirar, alineadas por especies, las piezas cobradas por los señores y sus
ilustres invitados los días anteriores. Durante dos semanas no habían dejado de
atronar los arcabuces en el coto, ahuyentado incluso a la pesca. Ahora, ya
entrado el otoño y a punto de llegar el frío, que aún se resistía, pues el sol
seguía luciendo extrañamente radiante, vendrían días más sosegados para los
nativos, aunque menos provechosos para la bolsa.
La víspera de Todos los Santos
era el último día de aprovisionamientos, había que acudir al rayar el alba para
recibir el último pago, incrementado, con un poco de suerte, por la prodigalidad
de los amos. Mientras el séquito se alejaba al galope por la Raya Real
levantando una polvareda de oro, repasó mentalmente su plan. Había apartado un
canasto de peces para los padres de María Niña, esta sería la excusa si
alguien le daba el alto. Ahora tenía ya la última cancela a la vista, atrás
quedaban las cabezas de jabalí con sus colmillos retorcidos, más afilados que
sus anzuelos, y las cuernas repetidas de
los ciervos y gamos, espectrales, como un bosque de árboles secos.
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