Oigo lo que veo, dijo Stravinsky,
y Miles Davis levantaba el largo alambique de su saeta. La inverosímil arquitectura
de la ciudad excesiva te ha atraído a esta esquina, a este juego de espejos y
callejas cubistas, para que veas la música. Suena la noche y su campana
fúnebre, suena el naranjo y su dulce fagot, suena la cera de los clarinetes y
el fuego salvaje de los saxofones, suena el balcón vacío como arpa del tiempo.
En el hondo equilibrio de sonidos y espacios, con su amplia tramoya de casas
encaladas y prodigiosas máquinas igual que galeones, otra vez te preguntas por
la obra de arte y buscas un sentido a la lágrima hueca que te vela los ojos. Quieres
ver más allá de las puertas del mundo, más allá del teatro y escenario barroco
que te ocultan la luz. Pero no te está permitido cruzar al otro lado de las
sombras porque aún te veda el paso la música exaltada de la vida.
Sevilla, 1921. El coreógrafo ruso Diaghilev y al compositor Igor Stravinski asisten a los defiles procesionales de la Semana Santa.
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