CAP.I
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CAP. II
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María Niña salió de su
celda cuando por fin se hubo disuelto la algarabía y pudo acercase a Rodrigo
sin temor a ser vista por las otras mujeres, que ya se aprestaban a preparar
la comida. La muchacha, que no llegaba a
los veinte, era trigueña y de tez pálida, con grandes ojos negros y
profundos, como una Inmaculada de Murillo. Y es verdad que había algo de
aparición en su presencia: dulce, menuda y con propensión a las melancolías, su
paso eran tan quedo que parecía atravesar los muros. Sus padres la habían traído al Palacio del Rey con la esperanza de que los señores la llevaran con
ellos, a servir al Alcázar de Sevilla o incluso a la Corte, lejos de aquellos lugares inficionados y lacustres.
Rodrigo era siete años
mayor que ella; dos veces a la semana, y hasta cinco cuando los Duques organizaban partidas de caza, traía el pescado que apresaba en los caños y
lucios o casi en la misma orilla del mar, donde siempre dejaba fondeada su
barca en la que unas letras redondas y azules, mecidas por las aguas, repetían
el nombre de la angelical criatura que desde hacía uno meses ocupaba todas las
horas de su pensamiento. Durante la primavera se empleaba en las almadrabas y
en general prefería vivir en las chozas que los pescadores tenían en la playa
que en la abandonada y vieja casa familiar de Almonte, donde crecían las
ortigas. Había quedado huérfano muy joven y al cargo de un hermano que, como
toda la marinería del Condado, se enrolaba más o menos forzosamente en las irregulares
flotas que pasaban a Indias, siempre menguadas de tripulación. Él mismo, cinco
años atrás, había llegado al Panamá, pero aunque había tenido oportunidad, como
tantos, de desertar tras muchas aunque no mal pagadas penalidades, había
decidido regresar al Coto con la idea de no embarcarse en un galeón nunca más, porque
si en algún lugar se hallaba el paraíso del que hablaban los curas en sus
sermones, no era en aquellas sierras exuberantes y volcánicas, colmadas de
palmeras y animales extraños, sino en esta llanura de plata, donde el sol se
ponía más despacio, bajo las grandes bandadas de pájaros entre alcornoques y pinos.
Todo había cambiado,
sin embargo, desde que había conocido a María. Ahora se encontraban bajo el
arco discretamente oculto por las enredaderas, en el último patio del Palacio. Pronto
las dudas de Rodrigo se despejaron para dar paso a otros vértigos mayores:
Sí, ella había leído su
carta.
[Continuará...]
Sorolla, "Jardín" |
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