Digámoslo ya de una vez y sin rodeos,
“El Ministerio del Tiempo” es la obra maestra de nuestra ficción televisiva.
Una obra maestra española. No, no invocamos
el adjetivo patrio por condescendencia, no es nuestra intención sugerir la
incapacidad de nuestra industria para competir de igual a igual con la HBO.
No, “El Ministerio del Tiempo” es
una obra maestra española, como lo es el Tenorio, dentro del teatro clásico o
“La Verbena de la Paloma” en el repertorio lírico. Hablamos de composiciones
cuyos fallos constituyen una parte, y no menor, de su éxito permanente, pues
hemos aceptado disculpar cualquier error en su estructura, cualquier deslizamiento
patético, con tal de que sigan ofreciéndonos el espejo melancólico de un pasado
que se asemeje a la tiernamente ridícula realidad nacional, sin renunciar por
ello a la aventura y la magia de lo puramente teatral.
Porque el “Ministerio del Tiempo”
no es (o no solo) un artefacto calibrado para despertar en el espectador la
fascinación por los viajes en el tiempo o por la Historia de España, que
después de todo se nos muestra en su versión más esquemática y simple, sino que
su propuesta no ha sido otra que la de trazar una radiografía nostálgica y sentimental del fatalismo español, tal y como
se nos ha enseñado en los libros de educación básica desde la instauración del
régimen del 78.
No nos engañemos, los
espectadores naturales de esta serie son los herederos emocionales de las
noches vernáculas del “Un, dos, tres”, de los mensajes navideños del venerable
Juancarlosprimero y de la mitológica e iniciática “Verano Azul”. Esto explica la explosión de parodias y
comentarios que los grandes momentos de la serie han suscitado en las redes
sociales, asumiendo el papel amplificador que hubiera sido consustancial a la
existencia solitaria y aglutinadora de la primera cadena y de la UHF.
Ahora que hemos cumplido ya todos
los cuarenta y hemos de hacernos cargo de un país con costurones, es natural
que la fatalidad genética se haya solidificado en nuestra médula. El Ministerio
del Tiempo explota irónicamente esta fatalidad y para ello se apoya en varias
premisas, que cabalgan, siempre, sobre un guion elástico y épico: sabemos desde
Valle que, sin una trama, aunque sea la búsqueda de un billete de lotería por
un Madrid bohemio y neblinoso, es imposible pintar el fresco de una época.
En primer lugar, la impecable
labor en la composición del reparto, desde el eterno Jaime Blanchs como máximo
responsable del Ministerio, que traza un arco parabólico entre esta serie y la
prehistoria mitológica de nuestra ficción y su Estudio 1, a la incombustible
Cayetana Guillén Cuervo, que ha navegado las sucesivas marejadas políticas de
la Televisión Pública alcanzando cierta cuota de eternidad en la segunda
cadena, solo superada por el inmortal Jordi Hurtado, cuyo cameo en uno de los
capítulos resume la sustancia esencialmente irónica y sentimental de la
propuesta. Este círculo lo cierra el magnífico Rodolfo Sánchez, como un Currro
Jiménez redivivo, y la enorme presencia de Juan Gea (el consejero principal del
Ministerio) y de Nacho Fresneda quien, en el papel de Alonso de Enterríos,
aporta a la serie toda la dudosa mitología de espadachines barrocos que cierto
escritor español se apropió de los libros de Dumas. Por su parte Aura Garrido,
en el evanescente papel de Amelia Folch, incorpora el misterio victoriano de la
Barcelona romántica y finisecular, ese mundo estremecedor, burgués y fantasmagórico
de un Joan Perucho (“Las historias naturales”), largamente explotado a la
sombra del viento por otro afamado autor de bestsellers.
Todos los secundarios, en su
papel de eventuales personajes históricos o funcionarios más o menos
chupatintas, refuerzan y dan credibilidad a una serie que consigue por la
asombrosa vía de la naturalidad, levantar un mundo propio con unas coordenadas
incuestionablemente asumidas por el espectador.
Hasta ahora, en el ámbito
hispánico, yo solo había encontrado en Adolfo Bioy Casares esta forma tan
sencilla de narrar lo fantástico, sin un átomo de retórica, aplicando el mismo
procedimiento para reportar una tarde en las carreras que la destrucción del
Cosmos.
En esas puertas del tiempo, que
se abren y cierran como las puertas de nuestra casa, hay mucha genialidad,
precisamente porque no lo parece.
Está, luego, la cuestión en sí de
la Historia de España: no se puede cambiar. El Ministerio no pretende recuperar
las glorias pretéritas de la patria, sino mantener un status quo, cuya consecuencia es, si bien se mira, más trágica que
esperanzadora. El fatalismo español, que veníamos diciendo.
La Guerra de la Independencia, la
Inquisición, la Armada Invencible, la movida de los 80, Franco y Hitler en
Hendaya o la Residencia de Estudiantes, con ese Lorca que sueña con un futuro en
el que la gente corre “con pijamas de colores”, ponen en evidencia que no
hablamos de Historia, sino de ese carrusel de lugares comunes, de libro de EGB,
de ritornello que agrade el cerebro de los cuarentones, pero no es preciso más:
esa es la clave.
Y, finalmente, el Ministerio como
institución y centro de trabajo. Esto roza lo excelso, pues apela a la natural
aspiración que todo español medio tiene de ascender a esa forma de la grandeza
de España que es una oposición, ya sea de ujier o de abogado del Estado.
En el mundo narrativo de la
serie, donde los móviles y los ordenadores son una presencia activa en la trama,
los espacios escénicos del Ministerio, desde la cantina a los despachos o la
cartelería de los interminables corredores, se ajustan a la coreografía
arquitectónica de hace cincuenta años, lo que no deja de ser una invocación al
subsconsciente ibérico, con su nostalgia de pólizas, impresos y días moscosos.
Si me decidiera a opositar, ahora,
en mitad del camino de la vida, optaría sin duda a una plaza en el cuerpo de
guionistas de este Ministerio que imagino como una de las formas de la
felicidad laboral.
Hay que agradecer a sus
creadores, Javier y Pablo Olivares, tristemente fallecido en noviembre de 2014,
la fundación de esta institución que nuestra memoria guardará en el mismo
rincón donde sueñan su sueño el Quimicefa y los Juegos Reunidos.
La democracia de las redes
sociales ha conseguido indultar la segunda temporada de esta serie, yo solo
espero que en un bucle melancólico absoluto la Patrulla del Tiempo viaje hasta
Nerja para salvar el barco de Chanquete.
Encadenados a las puertas de este
ministerio de excelencia e imaginación: ¡No nos moverán!
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