domingo, 7 de junio de 2015

El Ministerio del Tiempo


Digámoslo ya de una vez y sin rodeos, “El Ministerio del Tiempo” es la obra maestra de nuestra ficción televisiva. Una obra maestra española. No, no invocamos el adjetivo patrio por condescendencia, no es nuestra intención sugerir la incapacidad de nuestra industria para competir de igual a igual con la HBO.

No, “El Ministerio del Tiempo” es una obra maestra española, como lo es el Tenorio, dentro del teatro clásico o “La Verbena de la Paloma” en el repertorio lírico. Hablamos de composiciones cuyos fallos constituyen una parte, y no menor, de su éxito permanente, pues hemos aceptado disculpar cualquier error en su estructura, cualquier deslizamiento patético, con tal de que sigan ofreciéndonos el espejo melancólico de un pasado que se asemeje a la tiernamente ridícula realidad nacional, sin renunciar por ello a la aventura y la magia de lo puramente teatral.

Porque el “Ministerio del Tiempo” no es (o no solo) un artefacto calibrado para despertar en el espectador la fascinación por los viajes en el tiempo o por la Historia de España, que después de todo se nos muestra en su versión más esquemática y simple, sino que su propuesta no ha sido otra que la de trazar una radiografía nostálgica y  sentimental del fatalismo español, tal y como se nos ha enseñado en los libros de educación básica desde la instauración del régimen del 78.

No nos engañemos, los espectadores naturales de esta serie son los herederos emocionales de las noches vernáculas del “Un, dos, tres”, de los mensajes navideños del venerable Juancarlosprimero y de la mitológica e iniciática “Verano Azul”.  Esto explica la explosión de parodias y comentarios que los grandes momentos de la serie han suscitado en las redes sociales, asumiendo el papel amplificador que hubiera sido consustancial a la existencia solitaria y aglutinadora de la primera cadena y de la UHF.

Ahora que hemos cumplido ya todos los cuarenta y hemos de hacernos cargo de un país con costurones, es natural que la fatalidad genética se haya solidificado en nuestra médula. El Ministerio del Tiempo explota irónicamente esta fatalidad y para ello se apoya en varias premisas, que cabalgan, siempre, sobre un guion elástico y épico: sabemos desde Valle que, sin una trama, aunque sea la búsqueda de un billete de lotería por un Madrid bohemio y neblinoso, es imposible pintar el fresco de una época.


En primer lugar, la impecable labor en la composición del reparto, desde el eterno Jaime Blanchs como máximo responsable del Ministerio, que traza un arco parabólico entre esta serie y la prehistoria mitológica de nuestra ficción y su Estudio 1, a la incombustible Cayetana Guillén Cuervo, que ha navegado las sucesivas marejadas políticas de la Televisión Pública alcanzando cierta cuota de eternidad en la segunda cadena, solo superada por el inmortal Jordi Hurtado, cuyo cameo en uno de los capítulos resume la sustancia esencialmente irónica y sentimental de la propuesta. Este círculo lo cierra el magnífico Rodolfo Sánchez, como un Currro Jiménez redivivo, y la enorme presencia de Juan Gea (el consejero principal del Ministerio) y de Nacho Fresneda quien, en el papel de Alonso de Enterríos, aporta a la serie toda la dudosa mitología de espadachines barrocos que cierto escritor español se apropió de los libros de Dumas. Por su parte Aura Garrido, en el evanescente papel de Amelia Folch, incorpora el misterio victoriano de la Barcelona romántica y finisecular, ese mundo estremecedor, burgués y fantasmagórico de un Joan Perucho (“Las historias naturales”), largamente explotado a la sombra del viento por otro afamado autor de bestsellers.

Todos los secundarios, en su papel de eventuales personajes históricos o funcionarios más o menos chupatintas, refuerzan y dan credibilidad a una serie que consigue por la asombrosa vía de la naturalidad, levantar un mundo propio con unas coordenadas incuestionablemente asumidas por el espectador.

Hasta ahora, en el ámbito hispánico, yo solo había encontrado en Adolfo Bioy Casares esta forma tan sencilla de narrar lo fantástico, sin un átomo de retórica, aplicando el mismo procedimiento para reportar una tarde en las carreras que la destrucción del Cosmos.

En esas puertas del tiempo, que se abren y cierran como las puertas de nuestra casa, hay mucha genialidad, precisamente porque no lo parece.

Está, luego, la cuestión en sí de la Historia de España: no se puede cambiar. El Ministerio no pretende recuperar las glorias pretéritas de la patria, sino mantener un status quo, cuya consecuencia es, si bien se mira, más trágica que esperanzadora. El fatalismo español, que veníamos diciendo.

La Guerra de la Independencia, la Inquisición, la Armada Invencible, la movida de los 80, Franco y Hitler en Hendaya o la Residencia de Estudiantes, con ese Lorca que sueña con un futuro en el que la gente corre “con pijamas de colores”, ponen en evidencia que no hablamos de Historia, sino de ese carrusel de lugares comunes, de libro de EGB, de ritornello que agrade el cerebro de los cuarentones, pero no es preciso más: esa es la clave.

Y, finalmente, el Ministerio como institución y centro de trabajo. Esto roza lo excelso, pues apela a la natural aspiración que todo español medio tiene de ascender a esa forma de la grandeza de España que es una oposición, ya sea de ujier o de abogado del Estado.

En el mundo narrativo de la serie, donde los móviles y los ordenadores son una presencia activa en la trama, los espacios escénicos del Ministerio, desde la cantina a los despachos o la cartelería de los interminables corredores, se ajustan a la coreografía arquitectónica de hace cincuenta años, lo que no deja de ser una invocación al subsconsciente ibérico, con su nostalgia de pólizas, impresos y días moscosos.

Si me decidiera a opositar, ahora, en mitad del camino de la vida, optaría sin duda a una plaza en el cuerpo de guionistas de este Ministerio que imagino como una de las formas de la felicidad laboral.

Hay que agradecer a sus creadores, Javier y Pablo Olivares, tristemente fallecido en noviembre de 2014, la fundación de esta institución que nuestra memoria guardará en el mismo rincón donde sueñan su sueño el Quimicefa y los Juegos Reunidos.

La democracia de las redes sociales ha conseguido indultar la segunda temporada de esta serie, yo solo espero que en un bucle melancólico absoluto la Patrulla del Tiempo viaje hasta Nerja para salvar el barco de Chanquete.

Encadenados a las puertas de este ministerio de excelencia e imaginación: ¡No nos moverán!






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