CAP. III
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CAP. II
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CAP.I
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Sí, ella había leído
su carta, una y otra vez, cientos de veces.
-¿No la habrá visto
nadie más, verdad?
La muchacha no
respondió, pero tampoco se sonrojó ni bajo la mirada. Era mucho lo que ambos se
jugaban, prosperara su plan o no. Nada menos que un destino juntos, a miles de
leguas de allí. Azuzado por la impaciencia Rodrigo quiso provocar
una respuesta definitiva. La miró en silencio, fijamente a los ojos, pero ella
apartó la vista hacia el cielo limpio, casi transparente. Entonces él apretó
suavemente sus muñecas y ella sintió la piel áspera y firme de sus dedos, las
manos seguras de un pescador, tan distintas, sin embargo, a las de su padre, que
solo podía recordar con una extraña mezcla
de horror y compasión. Cuando por fin habló, ella contestó con
nuevas evasivas.
-¿Y tiene que ser mañana?
-Mañana es fiesta,
María, hay menos gente en los caminos, a primera hora todos duermen y tardarán
más en darse cuenta.
-Pero hace más de un
mes que no veo a mi madre, antes de que llegaran los señores… ¿Y mis hermanos, los
pobres, qué será de ellos?
-No hay lugar para
despedidas, María. Si no es ahora, ¿cuándo? El navío de aviso para la Habana está
a punto de despacharse, al San Pedro lo están aprovisionando ya en Sanlúcar y
sabes que Don Íñigo, su capitán, me debe la vida. No habrá otra ocasión como
esta. Nunca.
-¿Y por qué no nos escondemos en Sevilla? Con el tiempo, quizá...
-¿Sevilla? ¿Quién nos
casaría en Sevilla? ¿Y en qué podría emplearme yo honestamente allí? En menos
de una semana me habrían enjaulado, si no muerto. Además el Camino Real está todos los días atestado de
arrieros y soldados, en cualquier caso siempre sería menos arriesgado subir por el río que pasar
la muralla.
-¿Y los torreros? ¿Qué
pasa si nos descubren los torreros?
-Mañana no hay
oficiales, casi nadie vigila y todos me conocen, a mí y a mi barca, por eso no
hay que preocuparse, en cuanto lleguemos a la playa de Arenas Gordas casi habremos
puesto los pies en la Isla de Cuba. Además en Torre Higuera apenas hay dos holgazanes que pasan
la mitad de la guardia borrachos y la otra mitad dormidos.
El sonido de una
esquila reverberó en los patios. Era ya la hora del Ángelus. Mientras le
apretaba las manos en silencio María Niña le devolvió la mirada. Aunque ella
era una mujer valiente y orgullosa Rodrigo podía leer en sus ojos el miedo,
un miedo antiguo, azotado por las olas tristes del pasado y los presagios inciertos
de la hora presente. Con todo, le pareció que una luz verde, como un faro
remoto, brillaba en lo profundo. La esquila cesó su tintineo.
-Ven, ven mañana, a la
hora prevista. Yo te espero- y dicho esto marchó corriendo hacia las cocinas.
Rodrigo temblaba, hubiérase
dicho que no había nadie más solo en el mundo.
"El coto desde Sanlúcar", Carmen Laffón |
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