Plaza de España |
Capítulo VIII: aquí
Capítulo VII: aquí
Capítulo VI: aquí
Capitulo V: aquí
Capítulo IV: aquí
Capítulo III: aquí
Capítulo II: aquí.
Capítulo I: aquí
La prudencia aconsejaba descansar en prevención de las emociones que aquellas citas nocturnas hubieran de depararme, pero la juventud es intrépida y una vez liberado por mi afortunada incompetencia de los programas oficiales no pude renunciar a pasar toda la tarde entre los pabellones de la exposición, dejando nuevamente para mejor hora la cuestión de mi alojamiento. Si había sobrevivido a un parapsicólogo, a una princesa Muisca y a una conspiración internacional no era cosa ahora de perder el tiempo en menudencias. Que los dioses de las junglas me amparasen.
Antes de aventurarme por aquel muestrario exuberante de edificios, apenas vislumbrados en mi raudal carrera hacia el vacío, sentía no obstante la necesidad casi fisiológica, de volver a poner un pie en tierra conocida.
Antes de aventurarme por aquel muestrario exuberante de edificios, apenas vislumbrados en mi raudal carrera hacia el vacío, sentía no obstante la necesidad casi fisiológica, de volver a poner un pie en tierra conocida.
La plaza de España,
bajo el sol impetuoso de aquel día, abría sus brazos como una columnata ibera
de Bernini que pretendiera abarcar a toda América, pero dados mis recién
adquiridos conocimientos geopolíticos aquellas masas brillantes de ladrillo y
cerámica se me antojaban dos inmensas pinzas de cangrejo rojo, inquietantemente
imperiales. Frente al romántico parque de María Luisa, de altas copas y
parterres secretos, la inmensidad de aquel espacio, solo interrumpido por una
fuente triunfante, era inaudita y uno se sentía transportado a un palacio
de otro mundo, lejano y misterioso, como los escenarios que aparecían en las
novelas de Julio Verne[1]. Asustado o decepcionado por el pujante vigor de la
patria me marché pronto de allí y deambulé de uno a otro pabellón, esparcidos
sin un criterio claro a lo largo y a lo ancho de los terrenos más cercanos al
río, lo que obligaba a acometer una larguísima caminata cada vez que se cambiaba
de frontera.
No me atreví a
acercarme siquiera al de Colombia, un terror sagrado me frenaba, yo era
plenamente consciente de mis limitaciones y aunque no puedo negar que me atraía
la libidinosa expectativa de cumplir con la misión encomendada por la raza como
orgulloso descendiente de Balboa, solo la noche y sus embelecos, profusamente
acompañados de licores, podría infundirme el ánimo preciso para continuar esta
empresa misteriosa. Disculpará acaso mi lector por esta causa que apenas guarde
recuerdo de lo visto en la exposición, las impresiones tan fuertes que luego me
abordaron, sumadas a las que ya son conocidas, borraron para siempre memoria de esa mañana. Apurando la niebla de
las evocaciones sé que estuve frente a la gran fragata Sarmiento de Argentina,
espiando de lejos los corrillos militares cuyos ojos sentía clavados en mi
alma. Muy parecido a un velero, e igual en blancura y ligereza, era el alcázar
que habían levantado los poderosos hermanos de la Pampa, si bien vacío por
dentro como casi todos los edificios, en los que lo más interesante siempre
parecía suceder fuera. No faltaba un tipo singular o extraño, cuando no toda
una tribu -en el sentido exacto de la palabra- alrededor de las construcciones,
algunos ejecutando danzas selváticas, otros ofreciendo por un precio
inmoderado, chocolates y brebajes capaces de romper cualquier estómago. Cerca
del pabellón de Chile, una mole rocosa y rosácea, como un Aconcagua en
miniatura, crucé algunas palabras con un guardia de la facción andina, cuyo
rostro me resultaba extrañamente conocido, pero que pese a mi insistencia negaba
haberme visto antes:
-Lo siento amigo, yo
soy un cóndor de paso, nací en Valparaíso y espero volverme a mi tierra cuanto
antes, no hay quien se entienda con estos sevillanos, que apenas nos visitan. Yo
creo que por eso los países se han ido llevando las colecciones de arte y los
objetos preciosos. Para que no los vea nadie, mejor que se vuelvan a casa. ¿No le
parece? Ahora, no se puede imaginar –añadió confirmando mis sospechas- cómo
eran estos palacios hace apenas cinco meses, cuando las inauguraciones: en
todos los pabellones rebosaban el oro y la plata precolombinos, como si no
hubiera más cosas preciosas que exhibir y todos nos hubiéramos puesto de
acuerdo en traer nuestro oro a la Torre del Ídem. Pero en nuestras salas, usted
ya lo habrá visto, no queda ni el cobre.
En mitad de nuestra
conversación se escuchó un fuerte silbido y hubimos de apartarnos precipitadamente, una pequeña y trepidante máquina de tren, a la que había engarzados
varios vagones en miniatura de perfecta ejecución con seis o siete personas
apretadas en cada uno, pasó junto a nosotros arrojando octavillas al suelo. En los
pasquines figuraban horarios y paisajes, como en un pequeño Baedeker.
Ustedes comprenderán que
esbozara una sonrisa, mezcla de miedo y beatitud, cuando comprobé la hora del
último convoy, con parada a las 23:30 en el Monte Gurugú.
Plaza de España de Star Wars |
Ravel, La alborada del gracioso. Dir. Barenboim, Orquesta West–Eastern Divan
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