Capítulo XII: aquí
Capitulo XI: aquíCapitulo X: aquí
Capítulo IX: aquí
Capítulo VIII: aquí
Capítulo VII: aquí
Capítulo VI: aquí
Capitulo V: aquí
Capítulo IV: aquí
Capítulo III: aquí
Capítulo II: aquí.
Capítulo I: aquí
Llovía sobre las altas rocas de Despeñaperros y sus
lentos rebaños de encinas encrespadas. Camino de Madrid, con la sien apoyada en
la ventana de un vagón de tercera, y tras dos noches de vigilia alucinada,
ahora entraba y salía de la bruma del sueño como un buzo. Divisaba entre luces
desplegarse el paisaje lo mismo que bajo la niebla humosa de los cinematógrafos.
La imponente realidad de aquellos hondos
abismos, lejos de abrumarme, consolaba mi espíritu. Apenas recordaba nada
después de mi desfallecimiento, pero he de suponer que la misma cuadrilla que
se había hecho cargo de mis transportes perdularios por la ciudad nocturna se
había tomado la molestia de devolverme a casa a las primeras del alba.
No he vuelto a poner un pie en Sevilla, pero aún
guardo mi última visión de la ciudad: bajo la luz encarnada de la Estación de
Córdoba -aquel palacio moro hecho de hierro colado y de ladrillo rojo-, justo
antes de desplomarme en la banqueta de madera de mi vagón, la vi pasar de
nuevo, estoy seguro, como una aparición su estela verde, la ancha pamela tocada
de plumas tropicales ocultando aquel rostro de diosa que había podido
contemplar tan de cerca, junto a los grandes ventanales del Hotel Alfonso XIII.
Tras ella desfilaba un séquito de
hombres y mujeres de inquietantes semblantes y aspecto conocido. La sombra
militar de Millán Astray, fácilmente distinguible entre la turbamulta de
curiosos y pasajeros, certificaba mis presagios. Quien quiera que fuera aquella
extraña princesa a la que ahora el general despedía al pie del andén, viajaba a
Madrid en el mismo tren que yo, junto a una guardia pretoriana de indios
enigmáticos y torvos saltimbanquis.
Mis nervios estaban rotos, lo mismo que mi memoria, así que renuncié a hacerme más preguntas
y me arrojé tan pronto como pude otra vez en los brazos de Morfeo. Como en un
carrusel regresaron en sueños las imágenes inciertas de aquellas dos jornadas.
En algún momento sentí o creí sentir una mano suave en mi hombro y una voz que
venía de un lugar muy lejano, más allá del amor, más allá del deseo, más allá
de la laguna de Guatavita y que dulcemente me decía al oído: “Balboa…”
Me desperté sobresaltado, ante a mí, el revisor cuyo
rostro me resultaba vagamente familiar, me devolvía mi billete troquelado al
tiempo que me tendía un sobre:
-Tome. Me lo ha dado ella para usted.
Pero yo ya no tuve fuerzas para abrirlo.
Llegamos de noche a la Estación del Mediodía, a lo
lejos, en los primeros vagones se había desatado un pequeño tumulto y parecían
relampaguear lámparas de magnesio. Un mozo de cuerda me informó de que varios
reporteros de distintos medios internacionales, esperaban a la bellísima actriz
colombiana Margarita Salvados, embajadora de su patria en la Exposición de
Sevilla, adonde se había desplazado con toda su compañía teatral y que en
seguida regresaría a América para protagonizar una película en los Estados Unidos
y contraer matrimonio con el célebre torero mejicano Mario Balboa, el
Conquistador.
Al día siguiente, como todos los lunes por la tarde,
me presenté en la tertulia, sobre el blanco velador de mármol mis colegas
habían dispuesto un retrato solemne de Rubén Darío, con todos los entorchados
de su rango diplomático, junto a un jarrón de flores. Con todo, lo que más
llamaba la atención era el enorme cartel que colgaba entre las dos columnas de
pórfido rojo del café que repetían nuevamente los versos de la “Salutación del
optimista”: ínclitas, razas, ubérrimas,
pero no había terminado de leerlo cuando, en medio de sonoras carcajadas,
alguien tiró de un cordel y en letras floridas y tropicales pude leer sobre una
sábana: “Viva Hamlet, príncipe de Cundinamarca”.
No esperaba menos, aquellos eran tiempos heroicos, y
hasta los tristes y famélicos poetas sabían en qué fiestas merecía la pena gastarse los dineros. Sonreí, bajo mi chaleco, aún con restos de perfume y de carmín,
llevaba el retrato de Aquiminza.
Aquiminza, la princesa muisca a la que hice mía en un
crepuscular hotel de la Gran Vía dos semanas antes del crac del 29.
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