Capítulo I
II
-Ya no queda nadie.- le decía el capataz a Miguel el
vigilante- ¡Y menos aún quedará mañana!
–añadió con una estentórea carcajada- Bueno, aquí te dejo una botellita de
champán y estos turrones, detalle de la empresa, guarda algo para tu madrina, que
la he visto llorando como una magdalena, aunque no se le caía tampoco ningún
bizcocho, bien despachada de dulces que iba. Oye y si te sientes solo,
aguántate y no vuelvas a coger la guitarra que no quiero más problemas con los
vecinos de la calle que otra vez se han vuelto a quejar al ayuntamiento de la
música. Y no se te ocurra tampoco traerte ninguna gitanita guapa aprovechando
que ya no están las hermanas.
Con la mirada baja, pálido y meditabundo Miguel apenas
escuchaba las palabras del jefe de obra.
-Pero, ¿a ti te pasa algo, chico? Levanta esa cara, ¡mi
alma! Que estamos en Nochebuena. ¿Ni “gracias”,
sabes decir?
-Tengo miedo… - dijo al fin con su grave voz de
bronce, como una campana desafinada o rota.
-¡Miedo! ¿De qué? Pero si esto está completamente
vacío y ya no salen en Nochebuena ni los campanilleros jubilados, ¿pues no que
se trabaja mañana? ¡Y bien pronto que quiero esto despejado para las máquinas!
Así que no seas niño chico y déjate de chorradas, que lo que han dicho en las
noticias sobre los ruidos no era más que una campaña del arzobispo en internet
para retrasar la entrega de las llaves. ¿Las monjas también, dices? Pero tú
te has fijado bien en ellas, alma de cántaro, si esas pobres mariposas negras
han tenido toda la vida carita de susto...
-Pero yo lo he visto, jefe…
Miguel se había criado a la vera del convento y aún
había alcanzado a conocer, antes del cambio del calendario, sus últimos días de
mediano esplendor, cuando tras una larga tarde de avemarías y chirridos del
torno, acompañaba a su madrina a realizar los últimos repartos a las mejores
casas del centro, de donde se iban surtiendo para la cena de Nochebuena de
espárragos, atún en escabeche y demás retales huérfanos de las cestas de
navidad. De aquella ganga caritativa destacaban las piezas de fruta escarchada que a
él le recordaban las brillantísimas gemas de colores que coronan las cabezas de
los santos en el retablo de Santa Inés, pues no poco de retablo tenían las
cestas para aquel hijo de cantaores ambulantes
echados a perder por la droga y el aguardiente del Vacie. Su madrina y él terminaban la ronda
casi al filo de la misa del gallo, cuando una larga cola nerviosa de turistas, por lo
general rubicundos extranjeros, guardaba la fila para acceder al convento atraídos por la
vieja leyenda del organista, aunque ya no sonara más que la música enlatada de Bach (“Tocata
y fuga en re menor”) que él mismo se encargaba de pinchar en un compact disc en
la sacristía antes de recibir las últimas propinas de las monjas y perderse
entre las hogueras y corros de las chabolas, junto a las tapias del cementerio
de San Fernando, donde se cantaría y bailarían villancicos “por Huelva”, hasta
el amanecer.
-¿Qué has visto a quién, dices?
............................................................................¿CONTINUARÁ?A Bécquer con unas orquídeas, 23 de octubre de 2015 |
"En el claustro de un monasterio". Albert W.Ketelbey
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