Capítulo II
Capítulo I
III
“Ya sabe, jefe, que durante muchos años mi familia ha
vivido de la caridad de las monjas y de las chapuzas que buenamente me empezaron
a encargar a mí luego. Aquí he hecho de todo, de electricista a mozo de los
recados o fontanero si se terciaba, e incluso de jardinero, antes de que la
comunidad abandonara el claustro donde ahora crece la
maleza por ruina inminente. Muchas noches de navidad me he camelado a los turistas contando la
leyenda del órgano, tal y como la sabía por mi madrina y he ayudado a engrosar
la bolsa del aguinaldo, pero nunca había podido acercarme al instrumento que
está junto al coro, tras la reja de la clausura. Me decía usted antes que algunos parroquianos se habían quejado de los ruidos, pero no es la guitarra de mi padre, la que siempre viene conmigo y con la que algunos euros me saco por las viejas tabernas
del barrio, que ahora llaman gastrobares, lo que han
escuchado los vecinos. Yo, hasta ahora que se va a quedar esto completamente
abandonado, no me había atrevido a contarle nada, pero hará cosa de unas tres
días, cuando empezó a desmontarse el retablo y a retirarse la verja, me vine al
coro solo. Sí, sí, ya sé que según la leyenda este no es el órgano de Maese
Pérez, pero a mí siempre me ha
gustado mucho la música y tenía la curiosidad de saber cómo suena un armatoste
tan antiguo. Cuando atravesaba los patios hasta llegar a la Iglesia con la
ilusión de tener para mí solo aquel teclado fabuloso ya había
salido la luna. Los rosales sin podar y las plantas trepadoras, que han
alcanzado las últimas ventanas rompiendo los marcos y los cristales, proyectaban sombras extrañas. Yo sabía por mi madrina que las monjas llevaban
varios meses diciendo que había ruidos en el convento e incluso lo vi publicado
en internet, de hecho yo mismo me había encargado de alejar de aquí a las
cuadrillas de reporteros que cámara en ristre se empeñaban en entrar de
noche, por la parte abierta de los muros. El caso es que cuando iba cruzando el
compás me invadió de repente un frío terrible, no se escuchaba un alma, solo el
eco del crujido de mis pasos sobre la hojarasca. No, no tenía miedo todavía, ¡que
yo soy del Vacie, hombre, y he sido cocinero antes que fraile! Y, como se decía
antes de que derribaran la Maestranza, en peores plazas he toreado. Pero sí que
me invadió, no sé por qué, una tristeza muy grande, como la que tenía mi madre cuando
le salían de verdad las siguiriyas. Y me acordé del cuento, sí, de aquella
frase que se me había quedado grabado de niño la primera vez que me lo
relataron: “las campanas eran tristísimas
y muchas”. Creo que perdí la noción del tiempo, permanecí clavado en el
centro del claustro, junto a la fuente sellada de azulejos, viendo pasar las sombras. No sé
cómo me percaté de que la Iglesia estaba abierta y pensando que podría tratarse
de una banda de anticuarios carroñeros no desistí de mi propósito y me abalancé
hacia la puerta, que efectivamente estaba entreabierta. Una luz mortecina temblaba
en el coro, como la de una hoguera cuando se apaga y aunque apenas podía
distinguirse nada entre las sombras, llegué a escuchar el roce de unos dedos
huesudos contra las teclas y luego sonó un gemido metálico, lo mismo que una
flauta, que fue creciendo poco a poco según se iban sumando los tubos del
órgano, muy bajito primero y un poco más fuerte después, pero sin la potencia propia
del instrumento. Parecía que la iglesia entera llorase. Entonces se dio la
vuelta y me miró, no sé si él pudo ver algo, pero yo vi cómo un rayo de luna
cruzó sus ojos blancos, fijos en mí. Y con la sangre helada, salí corriendo,
con la música clavada a los oídos.”
Sevilla, órgano de la catedral. |
Bach, Tocata y fuga en Re Menor
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