Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
IV
“Madre en la puerta hay un niño…” , sobre un viejo
sillón, junto a una mesa camilla presidida por un niño Jesús de barro y una
bandeja de polvorones, una mujer muy anciana, de más de cien años quizá,
cantaba villancicos con un hilillo de voz profundo y desgarrado que como un
río remoto venía de otro mundo, de tardes perfumadas de picón y violetas cuando
los campanilleros pasaban las callejas con guitarras, bandurrias, zambombas y botellas de anís cristalizado, anunciando la Navidad de los pobres.
-¡Niña, coge la badila y atiza las brasas, y acercarme
otro dulcecito de las monjas!- Las niñas sonreían porque hacía más de medio
siglo que el brasero era eléctrico, pero su abuela, tan vieja como la Giralda,
hablaba siempre desde el fondo de los siglos.
-Cuando yo era niña el primer heraldo de la navidad
era el perfume de los nardos de la Iglesia de Santa Inés la mañana del dos de
diciembre cuando las monjas nos llevaban a ver a doña María Coronel. ¿Vosotras
la habéis visto?- Inés y Paloma callaron, no habían querido contarle a su
abuela, para que no sufriera, que al convento apenas le quedaban unas horas y
que el cuerpo incorrupto de María Coronel, la fundadora de Santa Inés, que había
arrojado a su rostro aceite hirviendo para aplacar el deseo de un rey justiciero
y cruel, ahora yacía arrumbado en el almacén del museo arqueológico provincial,
junto a tinajas, yeserías, cancelas y azulejos góticos.
-Las tardes de diciembre estábamos todas muy nerviosas
y apenas nos concentrábamos en la labor de costura, el convento era un
batiburrillo de gente que iba y venía a por los dulces y por el nacimiento, que
era cosa digna de verse, con figuras gigantes que nosotras ayudábamos a vestir.
Y luego, la noche de Nochebuena mi padre, que era el médico de las monjas, cada
año y sin excepción, nos leía, antes de salir arrecidos de frío a la misa del gallo, la leyenda de
Maese Pérez y recuerdo que me moría de miedo solo de pensar que en el momento
de la Consagración, cuando sonaba la campanilla, pudiera atronar en las bóvedas de
la iglesia la música increíble de aquel fantasma ciego, por más que supiéramos
que aquel no era su órgano y que nadie tocaba aquel otro instrumento que
también tenía una montaña de siglos. ¡Ay qué no daría yo por acercarme a Santa
Inés alguna Nochebuena antes de dejar este mundo!
-Calla, abuelita -decía su nieta Inés- no pienses
cosas tristes que tú no te vas a morir nunca y aquí estamos nosotras para
cantar contigo villancicos. Y, de repente, las tres se pusieron a llorar
mientras desenvolvían el terso papelito que tras los cándidos pliegues, custodiaba
el cabello de ángel, como el último oro traído de las Indias. Entonces saltó
Paloma, su otra nieta:
-¡Ahora mismo nos vamos a Santa Inés!
-¡Pero tú estás loca, hermana, si la abuela apenas
puede andar!
-¡Nos vamos a Santa Inés, hoy es Nochebuena, son casi
las doce de la noche y allí es donde vamos a ir!
“Madre en la puerta hay un niño…”, la abuela volvía a
cantar y las hermanas se miraron llorando y riendo al mismo tiempo, porque una
estrella de azúcar se había posado en los ojos de ambas y había encendido esa
chispa que hace avivar el picón del alma cuando el frío se clava en los huesos.
Y salieron, no sin antes encender, por consejo y
prevención de la abuela, una pequeña vela en la cancela cuya llama temblorosa
y mortecina alumbraba un azulejo del Gran Poder.
Santa Inés, Zurbarán, Museo de Bellas Artes de Sevilla |
"Madre, en la puerta hay un niño", Villancico Andaluz, por Raya Real
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