Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
Pero nadie contestó a la imprecación de la vieja. La portada
de la iglesia, por donde antes había asomado apenas un nimbo de luz, se
retorcía ahora como las ánimas del purgatorio al trémulo resplandor de aquella
lámpara de aceite. Sobre la yesería del dintel temblaba en su escudo el corderito
encalado. Una niebla espesa y húmeda crecía en el atrio enroscada a las llamas
del candilejo. Tras la última campanada el silencio resultaba atronador y las
mujeres podían oír el latido asustado de sus corazones. La vieja volvió a
vociferar, esta vez en dirección a la calle:
-¡Y vosotras, sombras! ¿No acudís? ¿Tan grato os
resulta acaso vuestro lecho de piedra y liquen que ya ni siquiera visitan los
gusanos?
Otra racha de frío atravesó el compás mientras el eco
de aquellas palabras reverberaba entre los muros. Pero esta vez sí hubo
respuesta, unos pasos de hierro sincopados se arrastraban como
cadenas, más cercanos y fuertes por momentos.
-¿Quién osa convocarme en esta noche de perros?
Una voz masculina y gutural retumbó en la arcada del
umbral, pero la niebla no dejaba ver más. La vieja replicó:
-¿Aun lleváis la cabeza sobre los hombros, Rey Don
Pedro? ¡Todavía os suenan las rodillas!
Antes de que el caballero, encorvado por el peso de la
armadura, pudiera echar mano a su espada como le dictaba su cólera una sonora
carcajada femenina, descarada y sensual, irrumpió en el atrio a su espalda:
-¡Ay, don Pedro, ¿por qué no brinda a esta dama su
manto de armiño que está la noche fría?
-¿Y que me ofrecéis a cambio vos? – dijo el monarca
cambiando rápidamente su atención hacia ella.
-Esta hierba de fuego que aún no conocéis, este cigarro puro liado en
estos muslos de canela. ¡Bien pronto recobraríais el vigor de vuestra espada!
Detrás de las macetas, bajo la niebla, las niñas y las
abuelas permanecían quietas como estatuas, a la larga voluta del tabaco que se perdía en el cielo sucedió,
sin embargo, un imprevisto aroma de rosales regados, igual que una pequeña
primavera.
-¿No os ha enseñado nada la muerte, Carmen? –Otra figura
más se adentraba en el convento, severo y negro el hábito, con la
rosa roja de Calatrava bordada en la manga.
-¿Y a vos quién ha dado vela en este entierro? –
Preguntó el monarca.
-Calle don Pedro, calle –añadió Carmen enojada- que
este mojigato no sabe de otra cosa que no sean pústulas y exequias. ¿Verdad, don
Miguel? ¿O acaso debería llamaros don Juan? Sí, olían de maravilla vuestras flores, las que cortamos juntos y las que plantaste después, pero eso también ha pasado in ictu
oculi. ¿No ignoraréis que a vuestra Hermandad de la Caridad se la ha tragado la
tierra y que ya no crecen allí vuestras rosales?
-¡Eso no es verdad!- gritó la abuela desde su
escondrijo.
-¡Chsss!, Calla abuelita, calla- dijo la mayor de las
hermanas- ellos no pueden oírnos. Inútil será explicarle que aún florece el
esqueje que dejó plantado nuestro padre en el balcón junto al naranjo chino.
Desde la puerta de la iglesia, la vieja volvió a
gritar alzando el candilejo:
-¿Estamos todos, pues?
-¡Estamos!- Una voz más fuerte y profunda, herida de
siglos de muerte y de dolor siguió diciendo:
-¡Ordene otra vez que abran la puerta, señora! Nadie
tiene más autoridad aquí que yo, servidor de todos ustedes. Yo, Fadrique, hijo del Santo Rey Fernando y hermano del vil Alfonso quien manchó su
doctas manos de erudito con mi sangre. Míos son, por derecho de conquista, estos cuarteles y
manzanas. Desde mi alta torre condenada he visto todo cuanto ha sucedido en Sevilla desde hace casi ocho siglos y no quiero marchar al otro mundo, ahora que hemos llegado sin remedio a las postrimerías de la ciudad, sin escuchar una vez más al bueno de Maese Pérez. ¡Aplacad vuestras disputas y poned freno a vuestras pasiones, pues
habéis de limpiar primero el alma! ¡Vamos adentro!
El viento apagó el candil y todo quedó sumido en la
oscuridad y la niebla. La vieja golpeó tres veces la aldaba y la puerta de la
Iglesia de Santa Inés se abrió de par en par, como una gruta encendida.
-Ay, hijas, que la monja que ha abierto la puerta me
parece a mí que ha sido la momia de Doña María Coronel, ¿no habéis visto su
rostro desfigurado por el aceite hirviendo? Volvamos a casa que ya hemos tenido
suficiente.
-Ahora ya es tarde, abuela- dijo Paloma, la menor de las hermanas- son las doce de la noche, estamos en Santa
Inés y va a empezar la Misa del Gallo, aquel anciano ciego que pasa por el crucero ayudado por una joven que
parece su hija se está acercando al órgano, y en los bancos donde están
arrodillados los fantasmas de la ciudad hay también un hueco para nosotras. Nos están haciendo señas.
Iglesia de Santa Inés en el interior del Convento, (Fotografía: JMJ, 3 de diciembre de 2016) |
Saint Säens: Tercera Sinfonía, con órgano, cuarto movimiento, final
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