lunes, 12 de diciembre de 2016

Rimas y leyendas (VIII, epílogo y FIN)

Capítulo V
Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I

VI
El primer acorde retumbó como un trueno, todo el silencio amontonado durante centurias resonó en las naves del templo y ascendió a las bóvedas donde la música se hizo claridad. Los tubos del órgano, como un inmenso altar de quinario, elevaban sus potentes hachas de fuego hacia las alturas y la luz, repetida en los oros barrocos del retablo, era la de una zarza que ardiera sin consumirse. Del profundo barranco de los siglos irradiaba una fuga, un haz velocísimo de imágenes y llamas que pintaba en los techos un rompimiento de gloria. Sobre el himno sonoro de Maese Pérez pudieron verse galeones henchidos de perlas y tesoros, papagayos y orquídeas de insólitos colores y una nave girar como un móvil perpetuo alrededor de un globo azul, apenas tripulada por dieciocho almas errantes y cargada de especias. Estas armonías no eran, desde luego, los coros de los ángeles, que según cuenta Becquer, atravesaban los espacios y llegaban al mundo, aquellas cadencias nacían del fondo de la tierra y elevaba en al aire el último hálito de la ciudad. Sobre la pira del sonido desfilaban las águilas de Roma y los resplandecientes hijos de Ismael hacían sonar las chirimías y degollaban corderos con alfanjes de plata. Entre los cañaverales los reyes de la Atlándida arrojaban al cieno pectorales de oro…
Galopaba la música sobre el tiempo y la historia mientras los ojos embelesados de los viejos espíritus admiraban el derrumbe de las casas antiguas, pero cuando el órgano fue debilitando su pugna, para regresar a la gruta del abismo y la muerte, también ellos, monarcas, santos y mujeres de genio, se desvanecieron como siluetas de humo.
-¡Inés, Inés, la abuela no se mueve!
La oscuridad reinaba en la Iglesia del convento. Un silencio de piedra y un vacío de hielo ocupaba el solar deshabitado al que habían arrancado y despojado de su alma para siempre. Alrededor no había nadie, solo el frío.
Paloma, la más pequeña, lloraba desconsolada mientras acariciaba los cabellos de nieve de la anciana.
-A ti nunca te lo dijo-añadió Inés gravemente- pero yo lo sabía y por eso me opuse a que viniéramos: la abuela conocía la fecha de su muerte. Sí, había rezado los once mil padrenuestros a la reliquia. Había visto en los sueños una vida muy larga, pero también el fin de sus días en una noche de Navidad, durante la Misa del Gallo, cuando la ciudad se hubiera olvidado de sus duendes y el viejo Maese Pérez tañera sobre el órgano la elegía del cisne.
Una vela apagada humeaba aún en la Iglesia en ruinas. 
Torno de Santa Inés (Fotografía JMJ, 3 de diciembre 2016)
VII
Miguel el vigilante caminaba tambaleándose por la calle Monasterio de Veruela, llevaba la guitarra al hombro y colgada al cuello una llave misteriosa, la que abría y cerraba la última peña flamenca de Sevilla, fundada por un médico anciano y respetable, al que adoraban los gitanos porque asistía a sus partos y sufragaba sus juergas por un poco de cante. Además del champán, que ya le quedaba lejos, a Miguel lo rodeaba un aura de coñac y manzanilla. Iba camino del Vacie, pasado el cementerio, con la improbable esperanza de que su prima aún no se hubiera dormido, aunque por el Aljarafe empezaba a pintarse una raya morada como sus ojeras. A la altura de la Venta de los Gatos, lo llamó la atención una hoguera muy alta, casi como una columna de fuego y no pudo evitar acercarse, contento de no ser, a esa hora del día, cuando aún es de noche, el único con ganas de jarana. Se acercó tocando por bulerías, olvidado del miedo de los días pasados, pero cuando estuvo más cerca se le desencajó la cara y se le aflojó el vientre, tiró la guitarra al suelo y corrió como nunca había corrido en toda su vida, ni siquiera detrás de la Guardia Civil, cuando aún había a las afueras huertos de nísperos e higueras que saquear si apretaban el hambre y el aburrimiento.
Mientras huía como alma que lleva el diablo Iba jurando por todos sus difuntos que nunca más abandonaría su puesto de trabajo, que jamás volvería abusar de la bebida y que acabaría los estudios de bachillerato como había prometido a su madrina y buscaría un trabajo decente y que para dejar constancia de su firme propósito iba a ser el primero en besar el talón del Gran Poder a cuya basílica marchaba corriendo.
Don Fadrique tomó lo la guitarra que había soltado Miguel y siguió tocando con las desnudas falanges de sus dedos, don Pedro y don Miguel, que ahora era de nuevo don Juan, competían por ceñir la cintura cadavérica de Carmen, y la vieja del candil, con su rostro horripilante, cantaba sin pausa por campanilleros. Y cuentan quienes por allí pasaron, aterrados y fugaces, que aún hasta bien entrada la mañana, cuando el sol deshizo su apariencia, se prolongó la última fiesta de aquella ciudad legendaria que había sido capital de un imperio.
VIII
Un hombre joven, embozado en una capa negra, el cabello ensortijado, breve el bigote y larga la perilla, baja de una casa con un balcón de cristal enrejado, sobrevolado de madreselvas y nidos de golondrinas, por la Calle Conde de Barajas. Miguel lo ha visto pasar, mientras espera a que se abra la Puerta del Gran Poder y decide seguirlo sin saber por qué. Amanece y las calles sepultadas bajo la niebla de la mañana de Navidad parecían un laberinto de cal y humo. Va camino del río, no hay duda  de que sabe exactamente a qué punto se dirige. Superadas las últimas construcciones fluviales y las más modernas dársenas de piraguas, existe aún una alameda. El otoño dura aún en Sevilla y son doradas las hojas de los árboles, sobre su tronco se enrosca una yedra que da flores azules a pesar de la estación. Hay en el centro de aquel pequeño claro un laurel muy alto, Miguel conoce el sitio, ha cogido hojas allí para su madrina con más de una amiga. El hombre joven corta una rama, parece que fuera a trenzarla, pero antes la desmenuza y la echa al río, acto seguido se tiende en el suelo, como para dormir un sueño eterno. La bruma se condensa en una fina lluvia que pronto se hace más fuerte, pero el joven no se inmuta, como si fuera mármol, y Miguel comprende que no debe perturbar su descanso en aquel ángulo oscuro de la orilla. Poco a poco sube el cauce del río y arrastra al durmiente hacia su seno, como a una Ofelia ahogada.

Miguel ha deshecho su camino y aguarda nuevamente a que se abra la gran hoja de madera del Gran Poder.  Piensa en lo vivido y en lo soñado durante la noche, contempla, bajo el puro sol de invierno, que asoma entre las nubes, los descarnados huesos de la ciudad, su caserío exangüe y arruinado, y exclama para sí con un suspiro: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!

FIN
Gustavo Adolfo Bécquer [1836-1870] (Museo de Bellas Artes de Sevilla)
Retrato por su hermano Valeriano Bécquer [1833-1870]



Maurice Ravel (1875 - 1937) Daphnis et Chloé (1909 - 1912)

Ballet en tres partes


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