miércoles, 25 de marzo de 2020

Diario del año de la Peste (XI. Delirio)

Una multitud exultante desbordaba las dos orillas de la Gran Vía, festoneadas de guirnaldas y banderines violetas. Había colgaduras rojas en las ventanas abiertas  y un clamor tumultuoso de serpentina y confeti descendía a la calle de los balcones. En los castilletes de las azoteas bandas de viento y madera espantaban a las bandadas de pájaros interpretando marchas militares. Abajo rugían las masas agitando banderitas moradas. Alguien dio un aviso y, de pronto, se hizo otra vez un silencio borgiano, quiero decir unánime, como el que latía en las vacías fotografías del confinamiento del año anterior. Al principio apenas se escuchaba, pero poco a poco fue creciendo un rumor sordo. Desde la embocadura de la calle de Alcalá subía como la marea al marcial ritmo del paso de la oca la columna hipocrática de médicos y ATS. Primer año triunfal. Desfile de la victoria. Un gran arco de triunfo a la altura de la Montera recibía a los héroes que al llegar a Callao, donde se alzaba la alta tribuna escarlata, se arrancaban la mascarilla y la lanzaban a a los cielos asaltados al tiempo que hundían el mentón en el pecho como un resorte, para reverenciar a los dos lideres apostólicos. A su providencial clarividencia debía la ciudadanía la erradicación de la plaga. No conformes con arrancar la corona al virus habían logrado extirpar también el cetro secular del trono que ahora compartían en sus excéntricas poltronas encarnadas. No había rastro de infección desde hacía seis meses. Al frente de su médica cohorte el general Simón, tocado con la capa púrpura de las tuberculosis, llegaba ahora a la altura del estrado sobre una cuádriga tirada por un tronco de pangolines gigantes vacunados de ébola. Madrid tronaba.  La gran parada del orgullo médico hacia girar los goznes de una era renovada que la ciudad celebraba enfervorecida y febril. ¿Febril? ¿De dónde surgió aquel anciano que tambaleándose llegó al centro de la plaza ante el espanto universal del miedo? Tenía los ojos inyectados en sangre y se ahogaba entre toses y esputos. El silencio cayó otra vez sobre Madrid lo mismo que una bomba atómica mientras aquel hombre agonizaba y sus miasmas como una niebla que crecía entre estertores, apretaban el cuello de los manifestantes que rompían filas en carreras salvajes dando gritos de pánico.¡Sola y borracha, quiero llegar a casa!


Aaron Copland, "Fanfarria para un hombre común"

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