miércoles, 22 de abril de 2020

Diario del Año de la Peste XL ("Ismael")

"Y sólo yo escapé para contártelo". Herman Melville coloca esta cita del libro de Job en el epílogo a Moby Dick, justo cuando comprendemos la absoluta soledad del narrador al que hemos podido llamar Ismael. Arrastrados al infierno por la gran ballena blanca, viva imagen del horror y del mal, toda la tripulación del Pequod,  y el Pequod mismo, desaparecen en las tenebrosas aguas del océano.

"Llamadme Ismael", es decir, llamadme como os complazca, porque mi historia es la vuestra, yo soy tú y mi soledad es la tuya, común nuestro terror, común nuestra calamidad, aquella que se anunciaba al patriarca Job por vía de algún emisario que completaba siempre el rosario de las desgracias (incendio, derrumbamiento, enfermedad) con el versículo ominoso: "y sólo yo escapé para contártelo".

El mejor cronista es el cronista anónimo, como aquel jesuita que dejamos en una Sevilla asediada por la peste despidiendo a la flota de Tierra firme, porque en él nos reconocemos todos. El autor ha de doblegar su ego y poner su escritura al servicio de los hechos, como una cámara.

Moby Dick hoy no es blanco y monstruoso, sino invisible, trasparente y mínimo. Se esconde en lo profundo de los pulmones para resurgir en el surtidor vaporoso de la tos y el estornudo. No existe ningún arpón que le haga mella y sobre su piel lípida y cetácea lleva clavado, como espinas de una corona, los fracasados arpones, liberales y comunistas, del siglo XXI.

¿Por qué escribo estas notas? Solo en una ocasión, en la Cuaresma del año 2010, me impuse la penitencia de escribir cuarenta días seguidos, los cuarenta poemas en prosa que forman el librito inédito "Cuaresma". Recuerdo que entonces esperábamos a nuestra segunda hija, Paloma, y, probablemente para conjurar el miedo que aquella buena esperanza me infundaba, entré en un estado de conciencia al filo de la ascesis mística. 

Si fuese poeta diría que tuve visiones...

Desde entonces no había escrito tan seguido, hasta que la ballena blanca del virus se nos hizo presentes convirtiéndonos a todos en habitantes de la espectral ciudad de Wuhan. Por primera vez en nuestra vida íbamos a ser testigos de algunos sucesos destinados a perdurar, íbamos a ser los antepasados de una nueva guerra. Sevilla, 1649.

Sujetos a un nuevo devenir del tiempo y la conciencia esto sucesos hay que escribirlos en continuo presente, si no la memoria no podrá dar fe de ellos. Es cierto que el escritor baja al bar y lo cuenta como si volviera de Vietnam y que el no escritor va a Vietnam y lo cuenta como si volviera del bar. Siempre me ha gustado esta cita, aunque ahora no haya bares. Marca muy bien la no sutil diferencia entre narrar y relatar, la que separa lo vivo de lo muerto.

Diez años después de aquella prueba que quedó recogida en veinte cuartillas dio inicio sin saber muy bien por qué ni cómo, esta nueva Cuaresma, este diario de la peste que ya va por las ochenta páginas, escritas con la tinta morada y pasional del  blog, de esta columna toscana a la que voluntariamente me até para ser flagelado por la tempestad del virus.

Pienso que en esta ocasión, como en la otra, me movía  y me mueve otra vez el miedo al miedo, a la enfermedad sí, pero también y sobre todo a la inacción, a la ausencia de sentido de la vida, vida a la que nos aferramos más cuanto más amenazada se halla . En aquel cuaderno diez años más viejo o más joven escribía:

Tu hijo pequeño se ha quedado dormido. Lo llevas a la cuna. Pesa. Tus brazos son como una soga. Desciende. Rodeado de mantas y ropajes. ¿A dónde? En la sima del sueño se abisma una escala: los hijos de los hijos de tus hijos. Arriba otro hilo te sujeta: los padres de los padres de tus padres. Nadie pisó jamás el último peldaño, nadie conoce el primero. Entierras a tu hijo cada noche con el blanco sudario de tu angustia y cada día tu hijo resucita. Pero alguien o algo agita un puñal frío para cortar los nudos de la cuerda. Y cantas una nana para espantar al miedo.

Descansa en paz, hijo mío.

No, no sabemos nada, escribimos para develar a las sombras o para dejar testimonio de nuestro paso errante por el mundo a alguien de quien ahora lo ignoramos todo,. O tal vez escribimos para no volvernos locos, ¿quién puede saberlo?. Nuestras palabras van a la deriva como un mensaje en una botella en el océano del tiempo, -¡por allí resopla!,- da igual nuestro nombre.

Llamadme Ismael.


Barco de esclavos - William Turner - Historia Arte (HA!)
Naufragio de un barco de esclavos por Turner

1 comentario:

José María JURADO dijo...

Qué grandes los libros sapienciales.

 
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