Cuando Hans Castorp asciende al sanatorio para tuberculosos del Hofberg en las cumbres de los Alpes Suizos para visitar a su primo enfermo Joachim Ziemsenn no imagina que su estancia, programada para solo unos días, se demorará siete años.
Thomas Mann, que la había concebido inicialmente como una novela cómica, hace en "La Montaña Mágica" (1924) la gran radiografía del alma europea en vísperas de la Gran Guerra. El propio autor al ponerle el punto final siente que lo narrado transcurrió en un tiempo muy remoto, tan remoto como la era que antecedió a la nueva normalidad hacia a la que ahora nos despeñamos.
Esta historia de un confinamiento voluntario resulta terriblemente misteriosa, pues uno nunca querría que se acabaran las más de mil páginas que solo nos dan cuenta de la rutina del sanatorio, donde sin embargo acontece una de las grandes odiseas del espíritu.
Inmerso en la indolencia de la morbilidad Hans Castorp profundiza en todas las dimensiones de la realidad y acompañado por las figuras maestras de Naphta (un jesuita comunista revolucionario) y Septembrini (un racionalista relativista) examina el sentido de la vida y el futuro inmediato de Europa.
Entregados a la música y otros placeres intelectuales y sencillos, sobre todos los paseos por las laderas alpinas, a los habitantes de esa montaña mágica donde el tiempo se halla suspendido también se les escamotea, como a nosotros, la presencia de la muerte (los cadáveres son evacuados sigilosamente como en Televisión Española y a los otros habitantes del sanatorio -condenados también a morir de tisis- solo se les anuncia que tal o cual huésped se ha marchado de viaje- para que sigan aplaudiendo cada tarde a las ocho...)
Hans Castorp creerá descubrir el amor en la mirada tártara y misteriosa de la rusa Claudia Chauchat, aunque este descubrimiento -entre lúbrico e iniciático- no sea más que una conversación final entre Eros y Tánatos. Guarda, por cierto, una gran similitud con los descubrimientos finales de "El lobo estepario" (1927), otra novela de la misma década. No en vano Herman Hesse es, con el propio Mann, con R. Strauss en la música (en sus "Cuatro últimas canciones" puso música a los poemas de Hesse) la cúspide tardía del romanticismo alemán, el que degeneró en las blindadas vanguardias (Borges) del Tercer Reich por exceso de sublimidad.
Llevamos cincuenta días en la Montaña Mágica y como Hans Castorp no queremos volver, estamos alargando la desescalada, yo mismo podría y debería haber puesto fin a estos escritos y no lo hago porque de alguna forma me justifcan o evitan abordar nuestros proyectos, afrontar la realidad.
Sobre la realidad del tiempo y de la muerte en las alturas confinadas donde hemos habitados por cincuenta días dice Thomas Mann:
“La única manera sensata y religiosa de contemplar la muerte es considerarla y sentirla como parte integrante, como la sagrada condición sine qua non de la vida, y no separarla de ella mediante alguna entelequia.”
“Mientras existimos nosotros, no existe la muerte, y, cuando existe la muerte, no existimos nosotros; por consiguiente, no hay ninguna relación real entre la muerte y nosotros; la muerte es algo que no nos atañe absolutamente en nada.”
“Aquella peculiar sensación, como soñada y también como de pesadilla de que todo se mueve y no se mueve nada, de cambiante permanencia que no es sino un constante volver a empezar y una vertiginosa monotonía.”
“Sabemos perfectamente que introducir cambios y nuevas costumbres es el único medio del que disponemos para mantenernos vivos.”
“El tiempo, en realidad, no presenta ninguna cesura, no estalla una tormenta ni suenan las trompetas cada vez que se inicia un nuevo mes o un nuevo año, ni siquiera cuando se trata de un nuevo siglo; son los hombres quienes disparan cañonazos y tocan las campanas para celebrarlo.”
Suspendida la vida en modo PAUSE, libres de otro compromiso que no haya sido vagar por las estancias de este sanatorio inmenso de los balcones, con sus paisajes digitales, ¡Qué gigantesca pereza espiritual da volver a la realidad!
El desescalamiento.
Hasta salir de casa nos ha costado un mundo, estábamos más seguro en el Berghof ("en el mundo interpretado", que decía Rilke, que también completó sus elegías en estas asperezas suizas).
Es un fenómeno conocido: cuando Inés, nuestra mayor, tuvo que ser operada de neumonía a los tres años y una vez pasado el terrible sufrimiento que eso supuso, no queríamos salir del hospital, nos habíamos acomodado a ese lento discurrir del tiempo, a esa vida sin más exigencia ni compromiso que dejarse llevar morosamente por las horas. Cualquier excusa, una mínima décima, era motivo suficiente para rogar a los doctores que prolongara nuestro feliz confinamiento en aquella montaña bruja. Es algo que todos hemos experimentado en situaciones similares y que ahora es, en alguna medida, un sentimiento universal.
¿Por qué desciende al final Hans Castorp del Sanatorio? [Contiene spoiler]
Llamado al frente de la Primera Guerra Mundial, comos somos llamados nosotros a la gran guerra de la crisis, no elude su destino, pero aquellos sentimientos que conmovieron su alma han hecho de él, han hecho de nosotros, una persona nueva -renacida- y poco importará que la gran degolladora se deshaga de su carne mortal.
Como Dante al término de su Paradiso, como Mozart cuando compuso su Réquiem, como Beehoven en su novena sinfonía, como Cernuda y su única luz del mundo, Thomas Mann alza al final de este ocho mil, de este Everest literario sin parangón, esa invocación a amor que está al final de toda expresión plenamente artística:
"Las aventuras del cuerpo y del espíritu que te elevaron por encima de tu naturaleza simple permitieron que tu espíritu sobreviviese lo que no habrá de sobrevivir tu cuerpo. Hubo momentos en que la muerte y el desenfreno del cuerpo, entre presentimientos y reflexiones, hicieron brotar en ti un sueño de amor ¿Será posible que al final de esta bacanal de la muerte, que también de esa abominable fiebre sin medida que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, surja alguna vez el amor?"
(Traducción Isabel García Adánez, para Edhasa).
Terminé mi lectura de "Der Zauberbeg" precisamente hace ocho años, solo un poco más de los que Hans Castorp permaneció allí, entonces escribí este poema que incluí en mi libro "Una copa de Haendel" y que hoy traigo aquí, para despedirme de mis queridos compañeros de viaje y lectura, como un paso más en esta desescalada que uno querría demorar y demorar y demorar...
Der Zauberberg
En los altos dominios del espíritu,
frente a las cimas blancas de los Alpes,
el joven Hans Castorp
contempla una radiografía,
el pulmón tumefacto, los huesos de cristal,
la carne mórbida y violácea.
La noche de Walpurgis
los enfermos descorchan botellas de champán,
pero la muerte roja baila en el comedor,
pulcra mantelería, pasamanos de zinc.
Por el bosque de abetos silenciosos
los cadáveres bajan en trineo
al reino de lo vivos.
Tempestades de nieve, soledades,
el cielo es un scherzo de Anton Bruckner.
En la honda orfandad del sanatorio
Dios y el demonio pugnan por un alma.
Homo Dei, hijo del Sol.
Como arca fondeada a un mundo antiguo
a punto de ceder y despeñarse,
como un astro remoto que gravita
en torno de una estrella sin fulgor,
rodeada de valles y de lagos
se levanta la Mágica Montaña,
agujero del tiempo al que los vientos traen
elegías de Rilke con las nubes.
Las trincheras aguardan el deshielo,
se mezclan en el barro la sangre y el espíritu,
el gas mostaza encharca los pulmones de Europa,
el viejo Hans Castorp desciende
con la digna golilla de los héroes.
En el disparo azul de la metralla
brillan los ojos tártaros de Claudia Chauchat.
JMJ - La memoria frágil (Siltolá, 2013).
1 comentario:
¡¡¡Un par de horas!!! Que te busca la policía de la nueva normalidad---
ja ja jaja, me alegro.
Verás qué pronto nos olvidamos.
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