La fruta escarchada sigue ahí desde los tiempos de Bécquer.
Generación tras generación pasa de padres a hijos sin que nadie se haya atrevido
nunca a hincarle el diente. No hay registros que consignen ningún mordisco a la
pera o la ciruela confitada, como nunca se ha sabido de nadie que haya comprado
turrón de Alicante en una barraca de feria. Parapetada tras una constelación de
peladillas, se ha hecho fuerte junto a las uvas pasas y esa masa de turrón blando
que envuelta bajo una oblea eucarística adopta la forma de una almendra
grasienta. Esta casquería española del azúcar es prima hermana de las
gallinejas de San Isidro o la Paloma. Tanto dan los callos o las tripas de
cordero que las garrapiñadas. Es lo barroco español, la vanitas tenebrista. Tras
el desesperado rosco de vino y el perentorio bombón de moka, cuando no hay más
polvorón que apretar con el puño a través del papel de celofán dorado ni más
mazapán que rescatar de la bandeja, ahí quedan las protuberancias glaseadas: la
inmaculada túnica del piñón y la almendra que la lengua deshace desesperada de
aburrimiento mientras se disparan las bombas de glucosa. Un poco más allá, en
dos o tres copas vidriosas, aún resiste, sin gas y templada por el brasero, la amarillenta
sidra, dorada como un marco carcomido del
siglo XVII. In ictu oculi. En un abrir y cerrar de ojos se pasa del esplendor
de los turrones a la carroña escarchada. Sobre la mesa, el mono del anís, que
tiene el rostro de Darwin nos vigila como un demonio de la gula. Estamos ahítos
y aún así persistimos en el empeño: dame la
bota, María, que me voy a emborrachar.
jueves, 24 de diciembre de 2020
Bodegón de Navidad (Postrimería española)
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