sábado, 17 de abril de 2021

Tocada por la gracia

He venido a estas notas a partirme la camisa porque la tarde ha sido de cante grande, sino fuera “grande” un adjetivo demasiado pequeño para narrar la emoción de lo vivido. De la mano de nieve y la garganta cristalina de la soprano Leonor Bonilla hemos asistido hoy en la Sala Turina a la absoluta revelación de la gracia. Gracia que, por abundante y plena, se ha tornado en ebriedad dionisíaca y no encontramos el concepto exacto que dé la medida y compás, la cifra que pueda definirla. Aquí no sirven las categorías clásicas, los cánones de la ortodoxia ¿Con qué podría compararlo que no sea la milagrosa tarde de los los seis toros de Urquijo, cuando Curro Romero rompió todos los moldes del toreo y desató el vendaval de las musas por Sevilla?

La crítica, la literaria y la musical, debería ser apasionada, pero no lo es, opta en general por la complacencia, por el tecnicismo, por el lugar común. En definitiva opta por sí misma, sin tomar partido pleno por el artista, a quien ve como un medio no como un fin, y a otra cosa. Afortunadamente no soy crítico sino un tal poeta y mi deseo primero hoy sería desaparecer y escribir aquí, que digo escribir ¡cantar! una y mil veces el nombre de Leonor Bonilla como quien sale toreando de la plaza.
Hemos perdido la cuenta de los innumerables “bravas” y “oles”, -innumerables como los besos de Lesbia y Catulo: “dame mil, después cien,luego otros mil, luego otros cien, después hasta dos mil, después otra vez cien; luego, cuando lleguemos a muchos miles perderemos la cuenta, no la sabremos nosotros ni el envidioso, y así no podrá maldecirnos”- que hemos proferido los exactamente ciento tres dichosos escogidos para la gloria del bel canto.
Toda elegancia, toda dulzura, toda belleza, toda armonía, Leonor Bonilla ha hecho manar el manantial de su voz haciéndolo río, mar, océano. Sobre la ola de la melodía nos hemos elevado por encima del tiempo hasta romper -en la primera parte- en un salón del Madrid decimonónico, donde hubiera podido estar Bécquer escondido tras el arpa y al piano Liszt, hoy aquí un maravilloso y pluscuamperfecto Carlos Aragón. Castañuelas, abanico, mantón de manila, eran los aderezos a un paseo por San Antonio de la Florida o el Paseo del Prado, mientras suenan en las buhardillas fandangos de Bocherini y se suceden estampas de Goya y tapices de la Real Fábrica. Todo el precioso repertorio español, Madrid y Sevilla, ha revido en la voz de Leonor Bonilla y a ratos nos parecía pasear con sombrero de copa por la Alameda, mientras se mecían los barcos indianos al son de las habaneras en el Guadalquivir.
Ya en la segunda parte del recital, tras un descanso aplaudido por bulerías, aparecimos en un salón de París, junto a Rossini y Chopin, ¡y qué gran comparación la de Ignacio Trujillo que ha saludado a Leonor como la nueva Pauline Viardot! Claro que sí, pero sumada a su hermana, María Malibrán que hacía enloquecer a don Gioachino. Con la gracilísima “A la feria va Floris”, del sevillano inmortal que fue Manuel García sobre la aérea letra de Quevedo, salimos a la noche de abril -sin feria- y solo no nos partimos la camisa por respeto a la pandemia que aún pulula.
Gracias, Maestro Soriano por ponerme sobre aviso de un recital que nos resarce de dos años sin toros ni farolillos. Y gracias, Ignacio Trujillo, a la Asociación de Amigos de la Ópera. La entrada de hoy hay que guardarla, enmarcarla como la de aquella tarde de Curro, para que cuando Leonor Bonilla salga por la puerta del Príncipe del Metropolitan podamos decir que una tarde de abril y primavera, cuando en Sevilla no había real de la feria, se hizo el “alumbrao” en la calla Laraña y estuvimos allí para contarlo.

IMAGEN: Del archivo de Ignacio Trujillo (recortado él...)

2 comentarios:

PEDRO CRUZ dijo...

No hace falta que digas que no eres crítico, se nota. Aunque desde luego, querido cronista, ojalá se leyeran más a menudo críticas así, que permiten al lector saborear también, el espíritu puesto de puntillas, al menos una bella parte de lo que se ha perdido.
En alemán existe un verbo fascinante, gönnen, intraducible al castellano, casi diría de imposible existencia en nuestra lengua por su generosísima raíz psicológica, que significa exactamente "no envidiar". Eso es exactamente lo que siento al leer tus palabras. Una gran alegría por el disfrute ajeno, del que se me hace parte generosamente gracias a la palabra. La belleza compartida se multiplica. Sea enhorabuena.

José María JURADO dijo...

Un millón de gracias por tus palabras preciosas.

Viva el gönnen.

 
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