El rigor cronométrico de Suiza no llega al tobillo de la sincronización ibérica, el único país del mundo en cuyas calles todas se suceden, armónicamente enlazadas, el tajo con martillo neumático, la humosa y paquidérmica máquina de asfaltar, el levantamiento de los alcantarillados hidráulicos, el timbrado de los cables de fibra óptica, el soterrado de la media tensión, culminando con el pase sucesivo del camión de la basura, que nunca pasa de noche, y de los camiones de riego y aspersión, esa fuente de la Granja portátil que ataca a transeúntes y empocilga las aceras.
En un no va más de la contaminación acústica, en un loop hispánico del ruido absoluto, puede verse completada la gran parada sónica por la llegada del camión de butano y su morse de chapa y estridencia y la triunfal entrada del tapicero señora, ha llegado el tapicero, se tapizan sillas, sillones, butacas, tresillos, mecedoras, descalzadoras, que no sé qué cosa sea o pueda ser una descalzadora en el siglo XXI.
Todo lo cual y a través de la sempiterna videoconferencia que es la vida del teletrabajador forzado se traslada por internet a todos los rincones del planeta que acaban entrando en resonancia si por ventura se escucha, cada vez más raramente, el mantra armónico del afilador (óiganlo resonar nostálgicamente en su cabeza) ese Amazon de la cuchillería.
Y luego se quejan en los aledaños del Bernabéu de los rubios alaridos de Taylor Swift como si el producto nacional bruto, pero bruto, no fuera suficiente.
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