"Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza."
Hoy la flecha del tiempo nos
alcanza,
en la mirada guardo una centuria
(multiplico por dos) de amaneceres
y atardezco en dos siglos, tan distantes
como el hoy y el ayer.
Del que hizo veinte,
conocimos las décadas mejores,
tras dos guerras mundiales y una
fría,
tampoco era difícil superarlo.
Hasta llegar, al fin, a dos mil
uno,
restos de nieve en el telón de
acero,
tormentas del desierto y CNN,
¡qué larga se nos hizo la odisea!
(Y que supere Kubrik esta elipsis
de angustia y soledad, de amor y
libros.
Yo nací, respetadme, con el vídeo).
Una tarde dorada de septiembre
vimos arder en los televisores,
-¡Torres de Dios! ¡Poetas!¡Pararrayos!-
la simétrica barra de los dólares.
Ya no hubo vuelta atrás, el nuevo
siglo
humeaba en la aldea de McLuhan,
mientras yo paseaba con mi novia
(ni que hubiera caído la Giralda).
Mon amour, Hiroshima, nos
casamos.
Pasaron luego dos decenios casi
de aprender a vivir y de dar vida
entre crisis bursátiles y angustia
de escribir para qué y para
quiénes
y a los cuarenta se murió mi padre,
se fue cuando más falta me
hacía
(yo rezo la oración de Gloria
Fuertes).
No vimos advenir las mascarillas
ni el bullir insensato de
pantallas
que absorben el cerebro y ensombrecen
la luz del candelabro de los
libros.
Y, más o menos, desde aquí os
escribo,
cincuenta años de dudas os
contemplan,
Pentecostés del ser con aleluyas:
lo que reste vivir es de prestado,
me han marcado una “L” en el
costado.
Debo empezar a preparar el alma,
pero no hallo el momento ni la calma.
Dar cuenta a Dios el día menos
pesado
que al fin pueda decir he adelgazado.
Que aunque perdí la fe por el
camino
las compuertas de Luz y del Destino
se abran para mí y cito a Eliot:
“¿Qué mares qué playas qué rocas
grises y qué islas?
¿Qué imágenes regresan?¡Oh, hijas
mías!”
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