Leído frente al Atlántico, junto a vertiginosos acantilados de arenisca dorada y el infinito mar portugués de vino verde y azurita; o en la siesta de piscina y torrefacto café angoleño; como si nos asomáramos a las mismas olas ancestrales, las del último azul Mediterráneo y africano de Mallorca, con sus calas que descienden a la playa entre olivos y que aquí bajan entre maizales, higueras y pitas a las mismas orillas del océano cósmico, a la paz de plata del Algarve.
La palabra de José Carlos Llop arrulla con su voz de cien civilizaciones, como una suave marea que arrastrara objetos de un museo marino en el que todas las referencias aparecen henchidas de vida y luz.
Al leerlo vemos al sol arder sobre la vida y sentimos en el pulmón el aire de los pinos. Es como leer un texto antiguo que se abriera con novedad evangélica dando sentido al ser y al tiempo.
En este año que he cumplido ya mis cincuenta y me siento al mismo tiempo feliz y desolado por la nostalgia, libros como este me consuelan al sentir que algo queda siempre de nuestro paso en el mundo, como las huellas de las palabras de Llop sobre la arena.
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