domingo, 14 de septiembre de 2008

No es país para viejos

Lloyd Wright (1867-1959), el arquitecto de Norteamérica, megalómano, excéntrico y revolucionario, autor de la casa más fotografiada del mundo, La Casa de la Cascada (1935) o del Museo Guggenheim de Nueva York (1959) declaraba en una entrevista concedida con motivo de su ochenta cumpleaños que “una vida de creación era una vida de juventud” y que, en consecuencia, no se consideraba ni viejo, ni cansado. Siguió lúcido y en forma hasta los 92 años, diseñando la espiral que lleva de la luz a la luz en la Quinta Avenida.

Picasso (1881-1973) también vivió 92 años, atravesó vivo todas las guerras pictóricas, gigante y proteico, sus últimos autorretratos tienen los alucinados ojos de un planeta antiguo.

Goethe (1749-1832) cuando moría a los 83 pedía más luz, pero él había sido la antorcha prometeica de Europa y todavía lo es.

Miguel Ángel (1475-1564) esculpió la Piedad de Florencia -en la que María es el propio escultor, arquitecto y poeta que recoge en sus brazos al hijo del mármol y del hombre- con más de 70 años, 50 años después de labrar la dulce Piedad del Vaticano. Moría a los 89, mientras la Cúpula de San Pedro se alzaba luminosa sobre el mundo, según sus planos.

A Tiziano (1476-1576) sólo se lo pudo llevar la Peste Negra. Hasta los casi 100 años pintó los techos, los cielos de Venecia, Vasari en sus “Vidas” dice que “aunque era muy viejo, lo encontré con los pinceles en la mano” .

¿Cómo mirarían la vida estos titanes en el abismo inalcanzable de la muerte? Las obras de todas sus juventudes fueron hermosas, pero qué profundidad, qué hondura, qué conocimiento no hay en las obras que diseñaron cuando el tiempo parecía que se hubiera olvidado de cumplir su parte.

Frente a estas pirámides, ¿qué fue la vida de tantos genios breves: Mozart (1756-1791) 35, Rafael Sanzio (1483-1520) 37, Keats (1795-1821) 26, Shelley (1792-1822) 30? Todos dejaron una obra abundante y madura, prodigiosa, y, sin embargo, apenas vivieron menos de la mitad de los otros gigantes.

Pasaron como cometas, como luciérnagas, como breves bengalas que nunca pudieron, pese a todo, conocer los misterios hondos de la vida y sin embargo ¡cómo está toda en su obra revelada!

Y mientras, ¿en qué perdemos nosotros el tiempo?

En su “Viaje a Bizancio”, dice el poeta irlandés Yeats

That is no country for old men.
The youngIn one another's arms, birds in the trees--
Those dying generations -- at their song,
The salmon-falls, the mackerel-crowded seas,
Fish, flesh, or fowl, commend all summer long
Whatever is begotten, born, and dies.
Caught in that sensual music all neglect
Monuments of unageing intellect.

Que, en traducción de Antonio Rivero Taravillo es:

No es un país para ancianos. Los jóvenes
se abrazan, hay pájaros en los árboles
–generaciones que mueren– cantando,
cascadas de salmones y mares de caballas,
peces, aves y carne que en verano celebran
cuanto ha sido engendrado, nace y muere.
Cautivos de esa música sensual todos olvidan
monumentos de perenne intelecto.

No, la vida no es un país para viejos, sino un viaje a Bizancio para quienes, jóvenes o mayores, no abandonan nunca las aspiraciones eternas, la permanente curiosidad del día que se abrirá o no.

Y mientras tanto, ¿en qué perdemos nosotros el tiempo?

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