sábado, 21 de febrero de 2009

Una muerte con hilo musical

Hay un tiempo en el que el niño toma posesión de su memoria y, en consecuencia, de su conciencia. Es una ondulante sucesión de instantes que el adulto evocará en un borroso laberinto de espacios y de fechas.

En esta etapa lo que se fija en la mente no es una traducción realista de lo vivido sino una estampa deformada en el espejo virgen de la retentiva. El recuerdo es una función por estrenar para el niño.

La imaginación, tan levemente impregnada todavía, confundirá siempre estos recuerdos en los que se entreveran cualidades, lugares, rostros, parentescos.

Sin embargo Proust demostró cómo, sin cómo ni porqué, un estímulo furtivo puede poner en pie estas evocaciones y hacer retroceder el tiempo, recuperar el pasado con orden y esplendor.

Para perderlo irremediablemente.

Es la célebre magdalena en el té o el adoquín desnivelado en el pavimento de la Plaza de San Marcos de Venecia.

El tiempo recobrado.


Mis primeros recuerdos son de los años setenta, lo que implica la regresión a un universo estéticamente muy desalentador, pero inevitablemente adorable. El triunfo de los petrodólares y de la televisión en color exhibía bruñidas pistas de aterrizaje, aviones enlucidos de rojo y de naranja, hoteles de cinco estrellas, desafinados hilos musicales, anómalas fusiones de coros y pianos con profusiones eléctricas, abalorios, barbas, abbas, patillas de Curro Jiménez, carteles de la ucedé.

La TV mostraba el mundo al pie de un aeroplano y yo creo que de ahí me viene la indecible sensación de placidez que me produce una torre de control radiante, los aviones que despegan, las brillantes cristaleras y la bossa nova: la Samba do Avião.

A menos que se haya padecido una infancia muy desgraciada, que no es el caso, el hombre está siempre haciendo, cual Benjamin Button, un viaje hacia la raíz, hacia el tiempo perdido, así dejó escrito Wordsworth aquello de que el niño es el padre del hombre.

Retrocedemos a la semilla, al núcleo del primer recuerdo.

Y por eso ruego a mis desconsolados y abatidos herederos que, en lugar de hacer sonar en mi funeral una música acorde con mi posición, léase la Marcha Fúnebre de Sigfrido o el Segundo Movimiento de la Heroica de Beethoven, tengan a bien poner un casette con alguna de las melodías ingenuas de las bandas sonoras de la década de los sesenta que fueron rearmonizadas a la luz solar del baby-boom, por ejemplo “Un hombre y una mujer” o el “Tema de Lara” del Doctor Zhivago.

Para adentrarme así en la muerte adormecido en la inconsciencia de estos cándidos coros, como quien va a entrar en la discoteca más kitsch convencido de que es una catedral.

1 comentario:

Jesús Cotta Lobato dijo...

Yo también guardo ese recuerdo entrañable de la infancia. Por entonces todo era menos cotidiano, más brillante, como recién hecho para uno. Espero que podamos vernos algún día en esa catedral.

 
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