martes, 7 de abril de 2009

Martes Santo

La gran Verdad del Cristianismo es la Resurrección, pero ¿cómo representarla?

Todo lo que sucedió en Jerusalén fue muy raro porque es la historia del asesinato de Dios.

A través de centurias de desiertos, a través de largas migraciones bajo el abismo de las tormentas, a través de milenios y cataclismos el ser humano ha buscado una respuesta: en el lamento desesperado de Gilgamesh aterrado por la muerte, en los salmos del exilio en Babilonia, en la palabra proteica de Homero, en la palabra oscura de Esquilo, en las altas pirámides de Egipto, en las brillantes legiones de los césares.

Esa respuesta que tiene que ver con el sentido último del ser, con la búsqueda de un Hacedor, con la distinción del bien y del mal.

Y la respuesta del hombre frente a su Creador es el patíbulo.

La cruz es una cámara de gas, un garrote vil, una silla eléctrica, un bisturí, una cápsula de cianuro para el Todopoderoso.

Y esto explica por qué el cristianismo se extendió como un reguero por el mundo, porque aclara una verdad: toda conducta inspirada por el bien tendrá como sanción por parte de los hombres la befa y la tortura .

Allí donde hay un hombre bueno, hay siempre un hombre despreciado.

Allí donde hay una acción buena, hay un coro de sátrapas mofándose.

Nadie ignora que esto es cierto, cualquier hombre bueno lo puede constatar, crea o no crea.

La crítica más radical y lúcida del cristianismo procede de Nietzsche y, en última instancia, conduce a los totalitarismos: para el superhombre es intolerable esta humildad.

Pero el cristiano (el hombre bueno de cualquier confesión) no aspira a ser un superhombre, porque sabe que es harto más exigente, más elevado, más espiritual ser simplemente un hombre.

Un hombre muerto en una cruz, en la Buena Muerte del Cristo de los Estudiantes que tallara Juan de Mesa y que hoy nos da su trance dulce por las calles de esta Jerusalén libertada de Sevilla.

Porque la única forma de representar la Resurreción es con la muerte que no existe, este Cristo no va muerto sino dormido, en cualquier instante abrirá los ojos, nosotros, con Shakesperare, no podemos distinguir, no sabemos distinguir este sueño dulce de la muerte.

Ni el ser del no ser.

Para ser Siempre.

4 comentarios:

Olga Bernad dijo...

Bueno, es precioso, como siempre. Pero allí donde hay un hombre bueno, también suele haber un hombre amado.
Era preciso que las cosas sucedieran como fueron, tal vez para que no las olvidásemos.
Saludos.

L.C. dijo...

Bello y lúcido, J.M.

El pregón lo tienes ya casi hecho. Aunque no está claro si el sorprendido auditorio, acostumbrado a metáforas usadas y tópicos recursos, podría captar tanta profundidad.

Estoy completamente de acuerdo que la gran crítica al cristianismo es la de Nietzsche, aunque realmente el asunto comienza con Descartes y con Kant. El hecho de poner a la razón como medida de todas las cosas hace que también pueda ser puesto en entredicho lo divino. Y eso ayuda al progreso, pero humaniza lo sagrado.

No tengo tan claro, sin embargo, que el destino fatal de un hombre bueno (en el buen sentido de la palabra, que diría el poeta) sea siempre la cruz. Eso está reservado para los que, además de buenos, ejercen de profetas. Quien se limita a una bondad caritativa y no de denuncia puede incluso recibir el aplauso de los infieles. Es la diversidad para enfrentarse a la injusticia que representan, por ejemplo, Madre Teresa (o Santa Ángela) y Óscar Romero. Imprescindibles todos, pero con un final bien distinto...

José María JURADO dijo...

Gracias, Lorenzo ¡qué suufrido el "oficio" de pregonero!

Tienes razón Lorenzo en delimitar el martirio "profético".

Pero un hombre bueno es un profeta, de los que luchan toda la vida, los imprescindibles.

José María JURADO dijo...

Olga, gracias.
Y para que no las ovidemos existe la Semana Santa de Sevilla, mucho más que folclore.

 
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