Años después de su regreso de China Marco Polo fue hecho prisionero por los genoveses en una de las habituales escaramuzas entre ambas ciudades-estado que contendían por el control del comercio en el Mediterráneo.
Durante su prisión dictó a Rustichelo de Pisa el libro del Millón o de Las Maravillas del que ofrecemos los siguientes extractos:
Partí junto a mi padre, Micer Polo, hacia los dominios del Gran Kahn en el año del señor de 2009 [...] Llegamos a Catay por el camino del Sol, tras cruzar los más deshabitados espacios de la tierra conocida, Escandinavia, Rusia, Siberia, Mongolia, por la ruta que marcan Irkursk y Ulán Bator [...] A nuestros pies la taiga y el vacío: sólo algunas tapias, piedra sobre piedra primitiva, eran las únicas construcciones humanas divisables durante jornadas y jornadas. [..] Y así arribamos a Cambaluc -Pekín- al otro lado del mundo.
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He visto a millares de soldados y eunucos -las corazas relucientes al sol, las túnicas de seda deslumbrantes, los caballos que piafaban- postrarse ante el trono del Hijo del Cielo en la Ciudad Prohibida donde las pagodas se suceden como las crestas rojas del lomo de un dragón que reposa en el Centro del Mundo.
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He visto a ancianos ágiles como las garzas bailar dados de la mano alrededor del Templo del Cielo mientras éste giraba y giraba, azul y verde, igual que un cohete a punto de despegar de regreso al cosmos infinito y estrellado.
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En un lago rodeado por miles de ríos y montañas se me ha dado la visión del Paraíso: la luna baja cada noche a las linternas dispuestas sobre las aguas estrelladas y difunde su luz sobre el silencio de los templos, antiguos como el mundo.
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Una gasa de bruma y un sol rojo y velado arrancan reflejos de plata a las aguas sin horizonte. A través del monzón se balancean las barcas cubiertas de las que cuelgan farolillos que se encienden por la noche como luciérnagas.
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He visto al Buda flanqueado por guerreros crueles, imperturbable ante el dolor del mundo. Tallado en jade o sándalo, pintado de purpurina y rodeado de fruta y de dinero, sumergido en columnas de inciensos extrañísimos. Orondo y cruel como Mao Zedong.
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Junto al templo de Confucio un viejo me recitó un poema de Li-Po, y yo recordé la luna de mi patria; cuando levanté la vista, como lágrimas negras, la caligrafía lloraba sobre el papel de arroz.
Al despedirse de mí me pidió que no olvidara nunca que un hombre respetable debe ser piadoso con sus mayores y cariñoso con sus hijos, porque la piedad filial contribuye al buen gobierno y al orden del cielo y de la tierra.
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He visto a los esbirros de Chang Kai Cheg, fumaderos de opio, orquestas de jazz, ráfagas de metralleta en la madrugada, obreros hacinados en casas insalubres, prostitutas de seda con dragones y crisantemos bordados sobre los ceñidos qipaos, los ojos azules y tristes de las rusas blancas (perlas de Macao), disturbios en las calles enfangadas, las bombas japonesas, la mirada del gángster, la Condición Humana.
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He visto la estela de las naves espaciales que surcan el cielo de Shanghai y atraviesan las nubes ensartadas por los rascacielos que se desvanecen en los abismos de un universo maquinado por seres gigantes y malévolos.
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He visto torres y atalayas sucederse tras las montañas para defenderse del vacío y el espanto: una muralla infinita, si no encuentra término en sí misma como un círculo, es antes una imagen del horror al que nos han condenado nuestros enemigos que un amuleto contra las invasiones.
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He meditado en jardines y casas de té rodeado por un silencio unánime donde la gota de agua solitaria percute sobre la hoja del bambú como un laúd chino o como un pincel sobre la seda que escribiera las enseñanzas del Tao: “lo más suave vence a lo más duro.”
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He visto una ciudad como la nuestra, con góndolas, puentes y canales: sus habitantes se alimentan de serpientes vivas y venden ungüentos capaces de aplacar todas las enfermedades comunes y alargar la vida tres generaciones.
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He visto, trinchados en un palillo, listos para comerse, una ristra de alacranes vivos que echaban fuego por los ojos. Y a hombres voladores capaces de saltar más de diez metros y a mujeres flexibles como el caucho.
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He visto miles de cometas alzadas al sol junto a un estadio de hierro, el nido del fénix de una nación despierta y poderosa.
[...]
Y ya ves, querido Rustichelo, pienso que jamás me creerían si pusiéramos todas estas cosas por escrito y por eso sólo pienso en emprender otro viaje: cada noche veo mecerse ante mis ojos la flor del loto, rosa y blanca como la luna bajo una linterna roja, la linterna que apago antes de soñar lo que cada día voy dictándote.
Según una tradición, en su lecho de muerte, su familia pidió a Marco Polo que confesase sus mentiras: “¡sólo hablé de la mitad de lo que vi!”.
( Cuando acaba el verano en las bitácoras se van desgranando maravillas y estampas digitales de itinerarios fabulosos. Han regresado los viajeros, cansados y felices. Es la hora de espantar la realidad con la felicidad del recuerdo, con la melancolía de lo que ha sido y no, de lo que será ya siempre. Ahora nos toca vivir, y vivir mucho, pero vivir ¡ay! de memoria.)
Epílogo:
VARADO en estas islas acuosas, al término de todos los caminos, aguardo la galera milenaria, el dragón de madera y malaquita que hará palidecer al Bucentauro: la embajada gigante del Celeste Imperio. El Dux, flotante y mayestático, y los hombres engreídos del Consejo, se ríen de mí, el viejo Marco Polo, ese tendero del Rialto de excéntricas costumbres y modales taimados que ha dictado un memorial de disparates, un compendio de prodigios inventados, adornado con nombres de desiertos. Pero yo he visto las ciudades invisibles, las insondables provincias de Tartaria, el silencio implacable de las cumbres del mundo y los colores furiosos de la seda. Yo he viajado a lomos de camellos salvajes y he visto salir el fuego de las rocas, ¿qué me importa el comercio con una corte hipócrita de opulentos gondoleros descreídos? Son para mí como ojos de pescado, viscosos, repelentes. Si emprendiera de nuevo mi viaje, lejos de esta fauna de brocados, encontraría la muerte o el vacío y sin retorno no puede haber viaje, como no existe viaje sin memoria, sin palabras que canten por escrito las maravillas vistas de la tierra. Negocio con especias y telas carmesíes, con polvo de rinoceronte y marfiles indostánicos y cuento mis ganancias por lectores felices. Espero en mi jardín la luna azul de Xanadú, los dragones voladores del gran Kahn que me lleven por el cielo hasta Catay.
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