A Juan Perucho, in memóriam.
Nuestro oficio, por su propia naturaleza, se ofrece a una gran confusión de los sentidos. Hay que estar siempre ojo avizor porque son innumerables los artificios de los que se valen las tinieblas para hacernos dudar. Las nuevas generaciones, sin embargo, han descuidado el estudio, confían demasiado en la tecnología y dan mucha publicidad a sus investigaciones, atraen a numerosos incautos y luego suceden esas desgracias tan a la orden del día.
En los tiempos heroicos del ocultismo, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando apenas disponíamos de instrumentación y toda nuestra preparación se cifraba en las largas tardes de estudio empleadas en las bibliotecas abandonadas de algunas abadías y castillos, ninguno de nosotros hubiera vacilado un segundo en distinguir un ectoplasma de un espectro simple o un fuego fatuo. Sabíamos actuar.
Aunque el conocimiento nunca ha sido garantía de éxito, a veces puede suceder justo al contrario: nunca olvidaré el desafortunado final de mi malogrado amigo, el Coronel en la reserva Sir James Francis Hay, biznieto natural de Lord James Andrew Broun-Ramsay, Primer Marqués de Dalhousie y Gobernador General de la India durante la rebelión de los Sijs.
Pocos hombres más capacitados que nuestro querido Coronel para enfrentarse al espíritu que asolaba al Castillo Castillo de Aberfeldy y que hizo su aparición durante las tareas de restauración en los primeros años de la década de mil novecientos veinte.
El origen del Castillo de Aberfeldy, también llamado de Menzies por ser la casa solariega del clan del mismo nombre, se pierde en la noche de los tiempos y ha estado siempre vinculado a la historia de Escocia. Baste recordar que en él se refugió durante dos noches el Príncipe Carlos Eduardo Estuardo camino de la infausta batalla de Culloden donde acabaron las esperanzas de la causa jacobita y con ellas los sueños de independencia de las indomables Tierrras Altas.
El bardo escocés Robert Burns menciona los paisajes de la región en su célebre canción de los “Abedules de Aberfeldy”:
Bonie lassie, will ye go,
Will ye go, will ye go,
Bonie lassie, will ye go
To the birks of Aberfeldy!
El castillo fue cayendo en desusó tras el abandono, a mitad del siglo pasado, del último de sus moradores permanentes: el Marajá Dalip Singh Sukerchakia, hijo del Marajá Ranjit Singh, apodado el “León del Punjab”, y último heredero del Imperio de los Sijs, a quien cupo el deshonor de entregar el diamante Koh-i-Noor a su Graciosa Majestad la Reina Victoria, en presencia del Marqués de Dalhousie, el antepasado de nuestro Coronel, poco antes de abrazar la fe anglicana.
Esa afrenta no fue nunca perdonada por la secta Sij, como muy bien sabía el Coronel Hay cuyo bisabuelo, el Marqués, se había unido una noche de whisky y luna llena a una exótica bayadera que acompañaba a la derrotada comitiva desde la India. El fruto de aquellos amores clandestinos no fue otro que el abuelo de nuestro amigo, Sir Andrew Hay, futuro Capitán de Granaderos de la Guardia Real, que fue dado en custodia al personal de servicio del Castillo de Aberdelfy, permaneciendo allí tras la marcha de Dalip Singh y hasta la edad de doce años.
A pesar de su color cetrino y de su recia barba negra pocos sospechábamos de la ascendencia hindú de nuestro querido Coronel, cuya familia lo había educado en la más estricta observancia de la caballerosidad inglesa.
A diferencia de otros espectros más desordenados el fantasma de Aberdelfy se aparecía puntualmente a la hora del té, esto es: siempre que alguien preparaba la infusión y siempre que las hojas empleadas para ello fuesen importadas de la India, lo que no se podía asegurar en todas las ocasiones a causa del creciente estraperlo.
Según parece, era un fantasma melómano, esto no es infrecuente en esta clase de manifestaciones, pero a las autoridades locales -acostumbradas por otra parte a estos fenómenos- les intranquilizaba que los obreros, quienes huían despavoridos sin poder avanzar en los trabajos uno y otro día, declarasen a la prensa haber escuchado melodías estridentes, nada parecidas a la esperada y tradicional gaita escocesa con la que, mal que bien, todos sabían sobrenaturalmente convivir.
Sólo mi amigo el Coronel supo identificar aquel sonido, a partir de las descripciones recibidas, como el inequívoco tañido del sitar que a la postre habría de causar su perdición. Fue la pasión musical, heredada de su madre, la afamada concertista y espiritista Lady Mallory Knox, que tantos éxitos había cosechado en el Albert Hall con sus interpretaciones de Chopin, la razón final de la ruina de mi amigo.
El encanto musical asiático y la vieja memoria familiar de Aberdelfy le hicieron ocuparse desinteresadamente por el caso y desplazarse a Escocia.
Recuerdo que lo encontramos tendido junto al viejo pianoforte que había en el salón principal del Castillo, con su cuaderno de notas todavía en las manos. Según sus apresurados apuntes, aquella mañana, cuando estaba a punto de finalizar el trabajo de campo, las teclas empezaron a moverse y las cuerdas, a pesar de estar cortadas, empezaron a sonar maravillosamente.
Ya he dicho que un buen ocultista debe saber actuar, hay ocasiones en las que se impone la huida expeditiva y no perder el tiempo en analizar si lo que nos amenaza son galgos o podencos. Al parecer, y siempre según las anotaciones del Coronel, la música que salía del piano era de Léo Delibes lo que no guardaba ninguna lógica con sus investigaciones pues los últimos moradores de la casa habían abandonado la mansión antes, mucho antes, de que las composiciones del francés cruzaran el Canal de la Mancha. No es necesario recordar que por aquel entonces era un dogma todavía indiscutible el gremio que un espectro no podía desarrollar habilidades que no hubiera adquirido durante su vida mortal.
Ocupado en esas meditaciones y abstraído en el goce de la música estaba el Coronel cuando “algo” lo sorprendió por la espalda hundiéndole el sitar en las costillas. En sus notas no se registra ninguna referencia al té, aunque yo recuerdo un vago aroma, mezcla de almizcle e incienso, al que en principio no di importancia y cuya fuente, en la confusión del óbito, no supe identificar.
Hemos de pensar que al menos su violenta y musical muerte sirvió para algo pues a los pocos días del velatorio los obreros reanudaron los trabajos y no ha habido más sonidos extraños hasta la fecha en Aberfeldy
No sabemos con seguridad cuál fue la última melodía que escucho Sir Hay: el profesor del conservatorio de Londres, Sir William Crook opina, a partir de la transcripción apresurada que hizo el Coronel que pudo tratarse de los primeros compases del ballet “Copèlia”, pero yo creo que hay razones para pensar que se trataba de una reducción para piano del célebre “Dueto de las Flores” de la Ópera “Lakmé”, ambientada, como nadie ignora, en la India Colonial y en la que se cantan los amores sacrílegos entre una sacerdotisa de Brahma y un oficial del ejército inglés.
Es una música muy emotiva y seductora, acorde a los sutiles ardides de las sombras y los abedules de Aberfeldy.
Nuestro oficio, por su propia naturaleza, se ofrece a una gran confusión de los sentidos. Hay que estar siempre ojo avizor porque son innumerables los artificios de los que se valen las tinieblas para hacernos dudar. Las nuevas generaciones, sin embargo, han descuidado el estudio, confían demasiado en la tecnología y dan mucha publicidad a sus investigaciones, atraen a numerosos incautos y luego suceden esas desgracias tan a la orden del día.
En los tiempos heroicos del ocultismo, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando apenas disponíamos de instrumentación y toda nuestra preparación se cifraba en las largas tardes de estudio empleadas en las bibliotecas abandonadas de algunas abadías y castillos, ninguno de nosotros hubiera vacilado un segundo en distinguir un ectoplasma de un espectro simple o un fuego fatuo. Sabíamos actuar.
Aunque el conocimiento nunca ha sido garantía de éxito, a veces puede suceder justo al contrario: nunca olvidaré el desafortunado final de mi malogrado amigo, el Coronel en la reserva Sir James Francis Hay, biznieto natural de Lord James Andrew Broun-Ramsay, Primer Marqués de Dalhousie y Gobernador General de la India durante la rebelión de los Sijs.
Pocos hombres más capacitados que nuestro querido Coronel para enfrentarse al espíritu que asolaba al Castillo Castillo de Aberfeldy y que hizo su aparición durante las tareas de restauración en los primeros años de la década de mil novecientos veinte.
El origen del Castillo de Aberfeldy, también llamado de Menzies por ser la casa solariega del clan del mismo nombre, se pierde en la noche de los tiempos y ha estado siempre vinculado a la historia de Escocia. Baste recordar que en él se refugió durante dos noches el Príncipe Carlos Eduardo Estuardo camino de la infausta batalla de Culloden donde acabaron las esperanzas de la causa jacobita y con ellas los sueños de independencia de las indomables Tierrras Altas.
El bardo escocés Robert Burns menciona los paisajes de la región en su célebre canción de los “Abedules de Aberfeldy”:
Bonie lassie, will ye go,
Will ye go, will ye go,
Bonie lassie, will ye go
To the birks of Aberfeldy!
El castillo fue cayendo en desusó tras el abandono, a mitad del siglo pasado, del último de sus moradores permanentes: el Marajá Dalip Singh Sukerchakia, hijo del Marajá Ranjit Singh, apodado el “León del Punjab”, y último heredero del Imperio de los Sijs, a quien cupo el deshonor de entregar el diamante Koh-i-Noor a su Graciosa Majestad la Reina Victoria, en presencia del Marqués de Dalhousie, el antepasado de nuestro Coronel, poco antes de abrazar la fe anglicana.
Esa afrenta no fue nunca perdonada por la secta Sij, como muy bien sabía el Coronel Hay cuyo bisabuelo, el Marqués, se había unido una noche de whisky y luna llena a una exótica bayadera que acompañaba a la derrotada comitiva desde la India. El fruto de aquellos amores clandestinos no fue otro que el abuelo de nuestro amigo, Sir Andrew Hay, futuro Capitán de Granaderos de la Guardia Real, que fue dado en custodia al personal de servicio del Castillo de Aberdelfy, permaneciendo allí tras la marcha de Dalip Singh y hasta la edad de doce años.
A pesar de su color cetrino y de su recia barba negra pocos sospechábamos de la ascendencia hindú de nuestro querido Coronel, cuya familia lo había educado en la más estricta observancia de la caballerosidad inglesa.
A diferencia de otros espectros más desordenados el fantasma de Aberdelfy se aparecía puntualmente a la hora del té, esto es: siempre que alguien preparaba la infusión y siempre que las hojas empleadas para ello fuesen importadas de la India, lo que no se podía asegurar en todas las ocasiones a causa del creciente estraperlo.
Según parece, era un fantasma melómano, esto no es infrecuente en esta clase de manifestaciones, pero a las autoridades locales -acostumbradas por otra parte a estos fenómenos- les intranquilizaba que los obreros, quienes huían despavoridos sin poder avanzar en los trabajos uno y otro día, declarasen a la prensa haber escuchado melodías estridentes, nada parecidas a la esperada y tradicional gaita escocesa con la que, mal que bien, todos sabían sobrenaturalmente convivir.
Sólo mi amigo el Coronel supo identificar aquel sonido, a partir de las descripciones recibidas, como el inequívoco tañido del sitar que a la postre habría de causar su perdición. Fue la pasión musical, heredada de su madre, la afamada concertista y espiritista Lady Mallory Knox, que tantos éxitos había cosechado en el Albert Hall con sus interpretaciones de Chopin, la razón final de la ruina de mi amigo.
El encanto musical asiático y la vieja memoria familiar de Aberdelfy le hicieron ocuparse desinteresadamente por el caso y desplazarse a Escocia.
Recuerdo que lo encontramos tendido junto al viejo pianoforte que había en el salón principal del Castillo, con su cuaderno de notas todavía en las manos. Según sus apresurados apuntes, aquella mañana, cuando estaba a punto de finalizar el trabajo de campo, las teclas empezaron a moverse y las cuerdas, a pesar de estar cortadas, empezaron a sonar maravillosamente.
Ya he dicho que un buen ocultista debe saber actuar, hay ocasiones en las que se impone la huida expeditiva y no perder el tiempo en analizar si lo que nos amenaza son galgos o podencos. Al parecer, y siempre según las anotaciones del Coronel, la música que salía del piano era de Léo Delibes lo que no guardaba ninguna lógica con sus investigaciones pues los últimos moradores de la casa habían abandonado la mansión antes, mucho antes, de que las composiciones del francés cruzaran el Canal de la Mancha. No es necesario recordar que por aquel entonces era un dogma todavía indiscutible el gremio que un espectro no podía desarrollar habilidades que no hubiera adquirido durante su vida mortal.
Ocupado en esas meditaciones y abstraído en el goce de la música estaba el Coronel cuando “algo” lo sorprendió por la espalda hundiéndole el sitar en las costillas. En sus notas no se registra ninguna referencia al té, aunque yo recuerdo un vago aroma, mezcla de almizcle e incienso, al que en principio no di importancia y cuya fuente, en la confusión del óbito, no supe identificar.
Hemos de pensar que al menos su violenta y musical muerte sirvió para algo pues a los pocos días del velatorio los obreros reanudaron los trabajos y no ha habido más sonidos extraños hasta la fecha en Aberfeldy
No sabemos con seguridad cuál fue la última melodía que escucho Sir Hay: el profesor del conservatorio de Londres, Sir William Crook opina, a partir de la transcripción apresurada que hizo el Coronel que pudo tratarse de los primeros compases del ballet “Copèlia”, pero yo creo que hay razones para pensar que se trataba de una reducción para piano del célebre “Dueto de las Flores” de la Ópera “Lakmé”, ambientada, como nadie ignora, en la India Colonial y en la que se cantan los amores sacrílegos entre una sacerdotisa de Brahma y un oficial del ejército inglés.
Es una música muy emotiva y seductora, acorde a los sutiles ardides de las sombras y los abedules de Aberfeldy.
5 comentarios:
Poético, suavemente irónico y delicioso, "acorde a los sutiles ardides de las sombras y los abedules de Aberfeldy".
Me ha gustado mucho.
Muchísimas gracias, Olga.
Excelente, José María. He disfrutado muchísimo con la lectura. Ese Sitar, ese dueto...
Y luego dicen (digo) que el blog no es adecuado para relatos más o menos largos...
Un abrazo, nos vemos pronto.
Muchas gracias, José Miguel, ya va quedando menos para la próxima tertulia.
Muy buen relato, lleno de nostalgia por un mundo perdido.
Saludos.
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