lunes, 1 de noviembre de 2010

Filología

No creo que se haya perdido ninguna obra valiosa de los Siglos de Oro. Era cosa sabida que si un autor dejaba reposar algún legajo en los cajones de un bargueño o escritorio aparecía inmediatamente al otro lado del mueble la mano fría y huesuda de un filólogo de alguna centuria posterior que lo arrebataba y taraceaba con notas al pie de página. Por eso Lope o Calderón eran tan poco dados a las correcciones y revisiones, acudiendo siempre al donoso escrutinio del fuego si algo debía darse al olvido. Y por esta razón no leeremos nunca la segunda parte de la "Galatea" de Cervantes. Distinto era el caso de los malos autores y de los Archivos de Protocolo, quienes a menudo extraviaban los papeles de sus clientes, pero garantizaban la permanencia de sus contratos y registros mediante este mecanismo de salvaguarda. Todavía en el XVIII el padre Feijoo condenaba en sus "Cartas eruditas y curiosas" la práctica de ciertos poetastros de la Corte que se reunían en una vieja academia, llena de viejos arcones y aparadores comidos de polvo y telarañas, para legar sus obras a la posteridad. Juzgándolo un procedimiento indigno y supersticioso al que atribuía la falta de ingenios de su siglo, aunque él mismo se hubiera beneficiado no poco de esta quimérica valija.

2 comentarios:

Olga Bernad dijo...

Ay, la filología, como dice un buen amigo mío, tiene a veces algo de perversión de la noble tarea del bibliotecario.
El donoso escrutinio del fuego me parece higiénico y liberador, yo lo uso en forma de papelera, que también archiva muy bien los papeles que deben olvidarse.

José María JURADO dijo...

Gracias, Olga, esperemos que la mano huesuda de la filología no ataque por sopresa.

 
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