Hoy ha muerto Borges.
A la orilla del Ródano Tiresias contempla el ocaso y marca con el báculo el compás de las sílabas contadas, tras los párpados pesados y rugosos relucen como tigres los ojos amarillos de la ceguera: las compuertas del tiempo. El aedo canta y a cada golpe de cayado el idioma emerge revestido de exacta antigüedad, de polvo de imperios, de rumor de hexámetros. Y la tribu enmudece. Porque el Fabulador cobija en su caparazón de tortuga milenaria las mil y una noches que animan las mitologías de la manada, los ciclos de la imaginación. Y urde laberintos verbales donde se extravían los cazadores furtivos de paradojas, los ladrones de epítetos, los lectores de almanaques: los desterrados hijos de las bibliotecas colgantes de Babilonia, deshabitadas y frías como el abrazo de Matilde Urbach.
(En el decurso de los años hay una pesadilla que se repite: Borges y yo nos cruzamos infinitamente en una calle de Sevilla, él lleva aún sus lentes de miope ultraísta y esconde un himno al mar en un vehemente cartapacio. Lo saludo y finge no verme. Acaso lo acucia la urgencia de la imprenta, acaso lo fatiga el perseverante barroquismo de la ciudad. La escena, con cambios apenas notables, regresa como la rueda de los astros o la unánime noche. En alguna ocasión se dilucida así: Borges, que aún no sabe que será Homero, intuye con horror a uno de sus profusos emuladores y rechaza, ruborizado, esta torpe imitación futura.)
POEMA DE LOS DONES
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.
JLB
martes, 14 de junio de 2011
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4 comentarios:
José María, me quito el sombrero antes de que la lluvia de la inmortalidad nos recuerde quiénes somos.
Un abrazo
Gracias.
Yo también me quito el sombrero.
Un día Borges va a saludarte en sueños. Segura estoy.
Gracias, Olga.
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