En
el año 2002, poco antes de casarme, me interesé mucho por la entomología y los
arácnidos. En los días de tribulación y mudanza que hicieron coincidir mi retorno
por un año a Madrid con el estreno de nuestra nueva casa en Sevilla, extravié
un terrario con una ninfa de escorpión rojo [Centruroides noxiu, una de las especies con el veneno más potente] que me
cedieron en infortunada custodia durante un par de semanas. Como la casa estuvo
deshabitada unos diez meses no le di más importancia a la pérdida, aunque
alguna vez Rocío y yo habíamos bromeado sobre el tema, sobre todo los primeros
años. Ya se nos había olvidado. El caso es que esta mañana, al remover un pesadísimo
armario de su sitio, del rincón en el ángulo oscuro, allí donde no han llegado
en una década ni la escoba ni la fregona, ha aparecido: grande, oscuro, acerado,
algo deforme, semejante al mapa de Méjico de donde era oriundo.
He
dicho “era”, hago mal en usar el verbo en pasado: a primera vista pensé
que no vivía, pero no dándolo por seguro y armándome de coraje, procedí a la repugnante maniobra con una varilla afilada como un rejón de muerte. No he sido capaz. Justo
en el instante en el que lo iba a ensartar por el tórax se ha revuelto y me ha
mirado, en su ojo alienígena había un brillo vítreo, no diré que una lágrima,
pero casi.
Las
grandes ciudades están siempre fundadas sobre animales o dioses protectores,
ocultos en alguna acequia subterránea, ciegos. Eneas transportó a Roma los
penates de Troya. Violentarlos es romper un orden sagrado. Sus movimientos eran
muy torpes, no le debe quedar mucha vida. He restituido el armario a su lugar y
he asegurado un cierre metálico alrededor del rincón. De cuando en cuando le
haremos alguna ofrenda, acaso más nutritiva que devota.
2 comentarios:
Por Dios, qué inquietante.
Ahi sigue, dormido, latente.
Gracias, Olga.
Publicar un comentario