domingo, 19 de febrero de 2017

Cuento de Jerusalén (VI)

La pequeña Raquel llora desconsolada a la puerta del Atrio de las Mujeres desde que sale el sol hasta el ocaso, cuando las hogueras de los sacrificios que alaban el nombre impronunciable del Santo de los Santos proyectan sombras extrañas en los muros del Templo. Hace tres días, en el tumulto que ascendía por la Pascua, perdió la mano de su padre, el Rabí Daniel. La primera noche, cansada de esperarlo bajó a su casa sola para preparar la cena de sus hermanos. Quizá la gran afluencia de peregrinos venidos de toda Judea y Galilea habían retrasado las ceremonias de purificación, quizá se había sumido, como a veces solía, en una oración profunda. Al despertar, aún no había venido. Entonces sí se angustió. Raquel, huérfana de madre, había asumido las responsabilidades del hogar, mientras su padre se entregaba en cuerpo y alma al estudio de la Torá. En vano inquirió a los doctores de la ley que cruzaban hacia el Atrio de Israel vedado a toda criatura hembra, humana o animal. La mayoría no supo o no quiso dar razón de su padre y otros tantos no habían retornado aún cuando declinaba el sol. En esta tercera noche, cuando su desesperación era definitiva, y ya apunto de marcharse escuchó a una mujer que lloraba aún más intensamente que ella, como si un puñal le traspasase el pecho. "Aguarda, mujer", le dijo el hombre de encrespadas barbas negras que la acompañaba. "De aquí no puedes pasar. Sosiégate." La mujer y la niña se abrazaron. A la joven Raquel la inundó una serenidad no conocida antes. Al cabo de una hora escucharon de nuevo, al otro lado de la gran verja de madera, la voz varonil que las había despedido: "Hijo, ahí tienes a tu madre". Un niño de unos doce años, sonriente y feliz, bajaba por las gradas acompañado de una cohorte de escribas. Entre ellos pudo distinguir a su padre el Rabí Daniel quien en lugar de atender a los reproches de su hija seguía admirado con los ojos al pequeño de rizos rubios, al tiempo que le decía a Raquel "¿Por qué me buscabas, hija? ¿Acaso no sabías que en los asuntos de nuestro padre me es necesario estar?"

Gustavo Doré, Jesús con los Doctores de la Ley

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