Al otro lado del muro están la
peste y los tambores, pero la algarabía no alcanza al patio de piedra del
Convento de Madre de Dios, pasada la Puerta de la Carne, solo un poco más allá
de la murillesca iglesia judía de Santa María la Blanca y su oriental fantasía
de yesería barroca.
Aquí levita solo el aroma nupcial de la flor de la
cidra y el del morado azahar del limonero, en un rincón umbrío alzan su espiga heráldica algunos
grandes lirios de Van Gogh y unas breves margaritas evangélicas. Una esquila
suena. Sobre la música cítrica de la tarde monacal del jueves santo fluyen
desde el torno efluvios de canela y nuez
moscada, vinos dulces de Málaga y bizcochos de Indias.
Buscamos el sagrario. Tras los
vitrales antiguos y plomados, celados por una cortina bordada de cal, sobre unas tablas de madera pino revestida
de encajes y sedas, Emily Dickinson ha preparado la dócil mesa eucarística: el
pan y las gavillas de trigo, los verdes racimos de uva, los salomónicos
pámpanos que enroscan lentamente sus zarcillos en el tallo de plata de los
cálices y apenas rozan el decantador cristalino que rezuma la sangre del
cordero pascual.
¿De qué siglo procede esta luz grave
y tamizada que se posa delicadamente en los objetos como polen de azucenas o
ala de mariposa?
Miramos otra vez al patio a
través de la sombra, sobre la copa de
los árboles atisbamos algún balcón colgante asomado al vacío de los artesonados
antiguos, amarrados por jarcias a los
altos muros encalados y a los hondos arcos como naves. A sus pies, las largas
barbas patriarcales de los helechos saltan por encima de los tiestos de barro y
repiten las viejas profecías bíblicas.
No estamos en el tiempo sino en
el claroscuro de las plegarias, como en un cuadro de Rembrandt donde la luz y
el aire a sí mismas se definen y en sí misma terminan, aclarándolo todo.
En la tarde pura de los sagrarios
se queda el alma yerta, suspendida en su trance.
IMÁGENES: Jueves Santo, 2018, convento de Madre de Dios, Sevilla (JMJ).
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