I
Este vaso no existe,
ningún ánfora o crátera podría
guardar tanta belleza sin quebrarse.
Es en vano indagar en los mármoles de Elgin
o estudiar asombrado la cerámica
de “Las antigüedades” de Hamilton,
la arqueología no registra
estas escenas y paisajes
en una sola pieza.
Ni la ciudad remota junto al puerto
con adelfas floridas que desciende
hacia el vinoso mar y las naves de Homero,
ni los jóvenes ágiles que juegan
en los valles de Arcadia con doncellas,
semejantes a dioses.
Ninguna hidra escanciará este vino
de pasión y de música silente,
ninguna libación, ni ceniza sagrada
acogerán sus frágiles contornos
vedado a las miradas de los hombres.
II
Apenas hay en Roma, donde yaces,
un boceto del "Vaso de Sosibio"
trazado por tu mano hecha de agua;
inútil es buscar en sus figuras
la presencia inmortal que profetizas.
¿Cuántas veces había leído yo tu oda
atento solo a su final glorioso,
“beauty is truth, truth
beauty”,
que había sido ajeno a su sentido?
Tú cantabas la urna de tu alma,
pues los dioses te habían escogido
para servirse el néctar de tu copa.
“Llorad por Adonáis”, dijo un poeta,
que vio retroceder al tiempo,
para ser fulminado por las furias
en el oscuro mar impenetrable.
¿Por qué? ¿Por qué llorar si permaneces
eternamente joven
en tu carro de fuego junto al sol?
Tu cuerpo era una urna fragilísima,
ningún ánfora o crátera podría
guardar tanta belleza sin quebrarse.
En la imagen, un fragmento de la Oda de Keats sobre el dibujo del Vaso de Sosibio, postal adquirida en el Cementerio Acatólico de Roma, donde yace el poeta, en julio de 2014, el día en que cumplía cuarenta años y era quince años más viejo que John Keats en la muerte. |
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