Doy, prácticamente sin corregir, las palabras que antecedieron al recital de ayer, cuyo audio podéis descargar en este enlace:
He querido empezar con unos
versos que no son míos, pero que, sin embargo, son más míos que cualquiera otros
que yo hubiera podido escribir o escriba nunca.
Son lo de mi abuelo Miguel García Posada a quien no tuve la dicha de
conocer pues un trágico accidente segó su vida al filo de los cincuenta años.
Para quienes creemos que la muerte no es el final, las categorías kantianas del
tiempo y el espacio carecen de sentido y yo sé que él está sentado aquí junto a
nosotros y es quien más orgulloso se siente de que yo hoy me halle en el Valle.
Gracias a la Hermandad del Valle,
gracias Honorio, gracias Rafael.
Quiero tener un recuerdo muy
especial hacia vuestro hermano, el poeta Manuel Lozano que nos dejó en junio, y
a quien pude conocer en la primera sesión del Aula, cuando mi querido Lutgardo
García Diaz inauguro esta preciosa iniciativa de confirmar, lo que por otro
lado siempre hemos sabido los letraheridos sevillanos, el enorme peso
específico y el caudal literario que junto al patrimonio emocional, devocional
y artístico, por ese orden, arrastra la semana Santa de Sevilla.
Manuel me habló de mi abuelo,
como si acabara de saludarlo en su tertulia del Rinconcillo, recuerdo que había
en su mirada la paz y la dulzura de los cofrades antiguos. ¡Qué entusiamo ponía
con sus muchos más de noventa años en este aula!
Manuel, estoy seguro de que el
largo amor que en tu larga y fecunda vida tuviste a tu Hermandad y a todas las
hermandades de Sevilla te habrá guiado desde este Valle de lágrimas hacia los
ojos purísimos y llenos de amor de tu Virgen del Valle.
El descubrimiento de la Semana
Santa de Sevilla constituye, después de mi bautizo, el hecho capital de mi
vida.
A la Semana Santa de Sevilla debo
yo mi vocación literaria, la decisión, más bien la pasión o la locura, de haber
vivido aquí hace desde hace más de veinte años y -en segunda derivada- que son
las importantes, porque resuelven las incógnitas, los renglones en los que Dios
va escribiendo derecho, el conocimiento de mi mujer Rocío y aun el nacimiento
de mis hijas, Inés y Paloma, una a cada lado del río.
Yo nací en Sevilla, en 1974, pero
abandoné muy pronto la ciudad, tan pronto como en 1978. Quiero creer, sin
embargo, que el incienso inhalado en aquellas primaveras casi embrionarias fue
tan definitivo que se amasó con mi sangre y me dejó enganchado de por vida a la
Semana Santa.
Tengo recuerdos sevillanos, guardo
una Sevilla del buen recuerdo, cuando un niño cambia mucho de ciudad, recuerda mucho
más y desde bien pequeño agavillé esas primeras postales como un precioso
tesoro. Así, uno de las primeras imágenes de mi vida es la de una tarde de Jueves
Santo, yo cruzaba el centro de la ciudad con mi madre y un nazareno de antifaz morado me daba un
caramelo. Siempre he querido pensar que aquel nazareno lo era del Valle, por
eso ahora me hace tan feliz corresponder a ese primer óbolo que me dio carta de
naturaleza cofrade con esta lectura.
Por cierto, que yo llegué a
conocer personalmente a Rafael Montesinos en una lóbrega noche de noviembre, en
un recital de poesía en el Colegio Mayor Nuestra Señora de África, al filo de
las once de la noche, tendría yo apenas veinte años, escuché por primera vez de
viva voz los versos del Rito y la Regla.
Y silencioso y sin
hablar con nadie,
el nazareno escogerá el camino
más corto...
Antes, y por mediación de mi tío
Miguel García-Posada, de quien luego hablaré había compartido un refresco con
este hombre menudo, grave, cabal y silencioso,
que crecía de nostalgias al recitar sus poemas.
En ese momento y a esa tempranísima
edad de los cuatro años se extingue todo mi contacto físico con la Semana Santa
de Sevilla: Madrid, Cáceres, Aracena, nuevamente Cáceres por más de diez años y
finalmente Madrid me apartaron de Sevilla, pero no obstante mi casa era
sevillana, muy sevillana y cofrade por parte de mi madre.
Hablaba de mi nivel pediátrico de
incienso en sangre, pero en mi sangre por vía umbilical, ya corría un torrente
de cera y nazarenos. Mi educación sentimental fue como la de esos irlandeses
exiliados en los que la matriarca va cultivando en sus repollos una nostalgia
de verdes valles y colinas rojas, de forma que como John Ford podría decir y
nunca mejor dicho hoy aquí en la Aunciación: “ ¡Qué morado era mi valle!”
La cultivada y siempre presente
nostalgia de mi abuelo Miguel, pregonero de la Semana Santa en 1954 y autor de
un libro hermosísimo como “Facetas cofradieras”, autor también de la profesión
de fe de nuestra Hermandade de la Soledad (“no nos dejes nunca, ni ahora ni en
el trance supremo de la muerte”), me marcó definitivamente. No recuerdo ninguna
Semana Santa en el exilio en que mi madre no nos recitara el fragmento que en
su pregón dedicara al Valle, amparados al dulzor de unas torrijas desterradas. Mi abuela, su mujer, Enriqueta Huelva había
sido camarera del Calvario, la que apareció en una portada del ABC nacional un
domingo de Ramos de posguerra, como recientemente ha recordado Carlos Colón en
un artículo dedicado al que fuera hermano mayor del Calvario, Manuel Huelva,
también pariente mío, pues era hijo de mi tío abuelo Joaquín, hermano de
Enriqueta, célebre, como recogen los diccionarios cofrades por haber patentado
un método de clasificación de las cofradías y por haber designado a la Virgen
del Dulce Nombre como la gracia de Sevilla bajo palio.
No tuve sin embargo y hasta los dieciséis
años ninguna otra experiencia ni directa ni indirecta de la Semana Santa de
Sevilla más allá de estas memorias maternas,
carecía, por otra parte de cualquier otra experiencia cofrade
extracomunitaria, recuerdo que en Cáceres apenas salía a ver las procesiones y
acaso lo hiciera con desgana, prefería irme a un campamento franciscano a
celebrar la Cuaresma Postconciliar.
En el año 1991, apenas a los
trece de su edad, enfermó mortalmente mi dulce prima Luisa María, a quien
siempre tengo en el corazón cuando pienso en mi amor por la Semana Santa: la
hermana de mi madre, mi madrina, mi tía Luisa, quiso que yo compartiera con
ellos, con ella y con mi primo, Ángel García-Posada -el prestigioso arquitecto,
profesor y ensayista-, aquellos días mayores en los que el mayor dolor y
traspaso cedió su paso al amor, porque entre todos supimos hacer blanca cera y
dulce miel de aquel dolor hondísimo.
Así, y aunque me costara
muchísimo, renuncié para siempre a los franciscanos, (¡y qué descubrimiento no
sería para mí el de la Hermandad del Buen Fin donde aún sigo viendo profesores
pues Cáceres y Sevilla formaban parte de la misma provincia bética!) y el 25 de
marzo de 1991 ocupaba por primera vez una silla en la Avenida, que no es
ciertamente el lugar más recomendable para ver las cofradías, pero sí el más,
cómo decirlo, sevillano, es la palabra.
El ecosistema de las sillas ha
dejado una impronta perdurable en mi formación cofrade y es muy probable que
sea la carrera oficial y su rancio abolengo la que expida carta de naturaleza
hispalense, pues no hay mayor unanimidad y uniformidad sociológica que la que
corresponde a cada tramo entre la Campana y la Catedral.
Recuerdo que cuando, ya de
retirada y pasadas con mucho las doce de
la madrugada, porque entonces no importaban tanto los retrasos como ahora, digo
que recuerdo que cuando se me apareció el Cristo del Amor, imponente, en toda
su majestad y su ternura en la Plaza de San Francisco, yo caí rendido para
siempre, como San Pablo camino de Damasco.
En ese instante cambió mi vida.
¿Con qué podría compararlo? Muchas veces he pensado que quienes habéis vivido en
contacto con esta realidad durante toda vuestra infancia y adolescencia no seáis
acaso plenamente consciente de lo que es realmente la Semana Santa de Sevilla.
Leo de mi libro CÚPULAS Y CAPITELES:
El día de la Ascensión Venecia revivía sus
esponsales con el mar, desde la proa del bucentauro el Dogo arrojaba al
Adriático dos anillos de oro consagrados: “Desponsamus te, mare. In signum veri
perpetuique domini.”
En algún lugar de la obra de Ovidio se relata
la fiesta de la Palilia: cada veintiuno de abril los niños de Roma subían al
monte Palatino para conmemorar la fundación de la ciudad, llevaban corderos
sobre los que caía una lluvia de pétalos de rosas que luego eran sacrificados a
los dioses eternos.
Durante las fiestas de las Panateneas las
canéforas subían a la Acrópolis para vestir a la diosa Atenea con el peplo
sagrado tejido por las mujeres de la ciudad a lo largo del año, los ancianos
subían con ramas de olivo, los jóvenes guerreros iban detrás con sus armaduras.
La procesión está esculpida con detalle en los frisos del Partenón.
Sevilla es otra Atenas y otra Roma y otra
Venecia bajo las nubes de incienso y de azahar que velan los ojos con los que
el hombre se asoma al abismo trágico de su existencia.
Pero detrás de las nubes está la mirada intensa
de Dios .
Como expresión religiosa la
ciudad es una nueva Jerusalén, como expresión artística es la obra de arte
total, tan romántica como barroca, tan wagneriana como chopiniana en sus
excesos y en su suprema elegancia. Como los Festpieles suizos de los que nos
hablaba Borges en su tema del traidor y del héroe donde toda la población
desempeña un papel.
Hacia el miércoles santo de esa
Semana Santa primitiva (esto quiere decir lo de primitiva cofradía de
nazarenos) y según su costumbre vino
desde Madrid mi tío Miguel García Posada, el memorialista, poeta y crítico literario. La ciudad aún debe
un homenaje a uno de los hijos que más la ha amado y que ha escrito algunas de
las más bellas páginas dedicadas a nuestra fiesta mayor, pienso en esa tercera
del ABC el Gran Poder, el Gran Esfuerzo o aquella columna suya sobre la Mortaja
nada menos que en EL PAÍS, “porque todos los progres de Madrid, cuando vienen a
mi casa desfilan ante la Macarena” o la preciosa recreación del mundo de ayer
en su libro de memorias “La Quencia”, donde comparecen Romero Murube o Antonio
Rodríguez Buzón. Miguel figura en la fotografía del estreno del paso de la
Soledad junto a Joaquín y mi abuelo, murió con el corazón puesto en la
Macarena, su única esperanza, la última vez que lo vi, solo quiso decirme estos
versos tan inconexos, como terribles:
“La Macarena sale para bendecir a
sus muertos, cuando yo era niño yo iba a verla pasar y la llevaba el gran Alfonso Borrero con
su voz de cómitre profundo que parecía recién salida del infierno” .
Cada sevillano hereda un
callejero y yo soy heredero del callejero que me legó mi tío Miguel, de sus “esencias” como las llamábamos.
En los años siguientes yo viví
nada más que pensando en la Semana Santa.
Era tanta la intensidad de mi
pasión que incluso escribí una novela, la ficción más larga que he compuesto, y
gracias a la que confirmé mi vocación de escritor, con la única voluntad de
transportarme a Sevilla cada noche, a mis ventiún años, mientras estudiaba la
carrera de Ingeniero de Telecomunicaciones en Madrid, como quien cumple una
condena.
De Atenas:
Sombras largas crecían por la calleja, lenta e imponente avanzaba la
fila de nazarenos. Siempre habían estado allí, no era preciso aguardar el
estallido del incienso, ni la luz infinita del Domingo de Ramos. Siempre
estaban allí. Un reguero continuado, espectral y penitente. Siete días al año
los altares abrían sus entrañas y era posible sentir la cera derretirse por las
calles, pero eso era una broma más de la Primavera. La muerte y la vida no
luchaban por conquistar una semana, por muy Santa que ésta fuese. La sangre y
la luz se habían retorcido, eran un único cuerpo, una única plegaria trágica y
esperanzadora. Por eso, cuando vio estirarse ese cuerpo de hombre crucificado
contra la muchedumbre no sintio ningún desgarro. Todo se quedó callado, un
rumor sordo de corazones latientes crecía entre las hojas quietas de los
naranjos. El mundo se había parado un segundo, el segundo que se precisa para
introducir otro clavo.El sabía que cualquier noche era posible encontrarse la tragedia
de un hombre rodando por el Gólgota a punto de morirse en cualquier calle de
Sevilla. Siempre era Semana Santa...
Así pues en el inicio de mi
escritura, está la Semana Santa.
Aunque soy hermano de la Soledad
de San Lorenzo y he cumplido con mi estación de penitencia casi todos los
sábados santos del último cuarto de siglo; aunque soy un jartible infinito, y solo
recuerdo un día de estos venticinco años -y esto porque me asoló una gripe
anómala- en que no haya cubierto una peonada de al menos ocho horas
“cofradiles”; aunque siempre he asediado con incansable entusiasmo -para pesar
de mis pacientes hijas, condenadas a seguir el ejemplo de su padre-, calles y
plazas recoletas, a pesar de todo esto –digo- siempre he vivido la semana santa
como un espectador, quiero decir que no he entrado en el mundo de las cofradías
como se espera de un capillita de rancio abolengo.
De haber vivido en Sevilla toda
mi infancia yo habría sido el clásico niño que conoce hasta el último orfebre
que le diera al soplete en el llamador de un paso de vísperas. Tengo que
confesar que a mí, a diferencia de Lutgardo, que lo dijo con mucha gracias, sí
me hace falta buscar en la wikipedia para hablar de cofradías.
Pero esto yo lo he vivido como un
don, pues para mí la Semana Santa de Sevilla, el hecho capital de mi vida,
siempre se me ha aparecido como un tiempo único en todo su esplendor.
¡Qué misterio hay en esto! A mí, que siempre me ha costado muchísimo escribir,
¡qué sencillo me ha resultado enviar TODAS LAS PRIMAVERAS, como en la saeta de
Antonio Machado, estas postales desde el cielo, escritas en el descanso
almibarado de torrijas de cada jornada de pasión! Publicadas por más de diez
años en LA COLUMNA TOSCANA, mi blog, cuando he querido reunirlas para esta
lectura, me he encontrado con más de de media centena, que unidas a mis
Cuaresmas, de próxima publicación si Dios quiere, darían para un libro curioso,
como una revisión contemporánea de aquellas facetas cofradieras que mi abuelo
escribió.
A estas postales líricas, se unen
también otros poemas y reflexiones que han nacido bajo las luces penitentes y
la azarosa esencia del azahar sevillano. En este cuadernillo he seleccionado
una veintena para ustedes. No, no os la voy a leer todas, líbreme Dios de
perpetrar ese crimen, pero sí querría destacar, antes de leer algunas muestras,
que de ellas destacaría, además de un profundo amor por nuestras cofradías, la
voluntad de ofrecer una visión literaria, incluso si me lo permiten, estilista,
quizá en exceso estilista, en la que destacan la imagen audaz y, hasta donde me
ha sido posible, la ausencia del tópico. Con el tiempo he comprendido que su
barroquismo guarda una fuerte relación con “El discurso de las cofradías de
Sevilla”, de Rafael Laffón, a mi juicio el libro más importante desde el punto
de vista literario sobre la Semana Santa, que sin embargo leí muchos años
después de dar inicio a estos envíos porque nihil novum sub sole, como saben
los armados de la Macarena..
Paso a leerles algunas de estas
estampas: he querido ceñirme a la
ortodoxia del orden temporal, tan poco frecuente ya en los pregones, porque, como decía, el tiempo de la Semana Santa es
uno solo, empieza por el eterno domingo de ramos y se completa, en mi caso,
bajo las cúpulas y capiteles del sábado perpetuo de San Lorenzo.
Fotografía de Pepe Morán |
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