martes, 29 de enero de 2019

Atardecer

Comprendemos que hemos empezado a envejecer cuando vislumbramos en las cosas una pátina de eternidad. Lo que alguna vez fue contemporáneo a nosotros ya ha envejecido y aquello que fue viejo, desastrado y feo adquiere un barniz de nostálgica solemnidad. Por el contrario lo nuevo, lo muy nuevo, se torna ajeno, fuera de nuestra medida del mundo y en cierta medida, amenazante.
El presente temporal instantáneo, propio de la juventud, desaparece transformado en un presente continuo donde el pasado y el futuro se funden sucesivos. Vamos haciendo historia del presente, miramos a las cosas y en seguida sabemos lo poco que habrá de quedar de ellas y hermanamos ese poco con lo que alguna vez fue y llegamos a amar.
Se han vuelto nuestros ojos los crisoles del tiempo y nuestra mirada hacia el futuro, donde habita la muerte, es ya sólo una mirada de (infinita) curiosidad.
Apenas hemos dejado de ser niños y ya nos preguntemos asustados ¿pero podrán ellos, nuestros hijos, nuestros herederos del tiempo, con todo este mundo donde el horror y el amor se manifiestan en tan salvaje plenitud?
Solo en la plenitud del tiempo presente que ya, ay, hemos perdido, herido por la memoria y el dolor, solo en el alto sueño de la juventud existen las fuerzas para fundar lo que persiste.
La madurez, la vejez, son las edades de la mirada lenta. 
La madurez es ver piedras de oro en los escombros y ver escombros en el amanecer.
No, Yeats lo sabía, aunque vivamos muchas vidas en la vida, no es la vida un país para viejos.

La imagen puede contener: planta, cielo, árbol, flor, exterior y naturaleza

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