Suspendido en el tiempo, el martes santo es el emblema de la inmortalidad cofrade, atrás aún nos deslumbran las ascuas del domingo de ramos (la blancura vibrante de la Paz entrevista a través de las abiertas flores del parque de María Luisa) y las sombras oscilantes en los altos candelabros del Cristo del Museo y sus cuatro evangelistas tutelares tallados por la gubia de Ruiz Gijón, hacedor del Cachorro. Hacia adelante el río del tiempo nos promete una abundancia de delicias, jueves santo de plata, madrugadas de oro, viernes santo de terciopelo y cristal.
Ingrávido, inasible, inmune al tiempo, discurre el instante absoluto desde la serena caída de las guedejas del Cristo de los Estudiantes sobre un monte de lirios nazarenos, hasta el romántico nocturno de Santa Cruz, la cofradía como un largo piano enroscado a las íntimas callejas de una judería soñada, o el simbólico tránsito bajo los colgantes jardines de Murillo del palio de la Candelaria -¿gris, plata, verde azul?-.
Todo en el martes santo es eterno, menos la eternidad.
Martes Santo, Calle Levíes |
No hay comentarios:
Publicar un comentario