De niño imaginaba que en el momento de ir a la cama se abrían las puertas de nuestro gran cine interior. El maravilloso o terrorífico espectáculo del sueño era la única compensación por el cese o suspensión de una actividad, vivir, que uno no querría que se acabara nunca.
Lo que no me había sucedido -hasta hoy mismo- es que mis sueños tuviera un director conocido, el caso es que fruto de mis visionados y lecturas recientes, mi sueño de esta noche lo había rodado Kubrick.
Las imágenes denotaban una inusitada perfección, propia de la maestría -qué cielos azules fríos y purísiimos, qué sol de nieve y luz-, pero la posible duda se despejó porque a diferencia de la mayor parte de los sueños, en esta ocasión me esperé a ver los títulos de crédito.
Y ahí, antes del gran fundido y despertar final, bien claro y luminoso lo ponía.
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