miércoles, 18 de marzo de 2020

Diario del año de la Peste V (Los cielos que perdimos)

Las niñas han subido a la azotea a contemplar los cielos que perdimos, corren entre las sábanas tendidas que el viento de marzo orea, mientras pasan las nubes como pájaros. Toda nuestra felicidad en este mediodía, en este alto torreón del Sur que se levanta por encima del tiempo y la tristeza. 

¿Qué memoria guardarán ellas de estas horas? Pienso en las irreales impresiones de estos días para hacer revivir en mi corazón las fechas sagradas de la historia: el catorce de abril, el dieciocho de julio, los armisticios de las grandes guerras, no debieron ser diferentes, es lo que llamamos histórico, aunque todo lo humano, por mínimo, lo es.

Las cosas pequeñas propias son grandes, las grandes ajenas, son pequeñas. Este era el lema que puso Lope en el dintel de su casa. Todo lo pequeño, lo íntimo que sucede en nuestros hogares es en realidad lo grande, lo histórico.

Desde la área atalaya que nos protege contemplamos el mundo, lejos y en la mano, el Puente del Centenario como un arpa doble y lejos, lejísimos, la torre fortísima cuyas campanadas de Ángelus aún reverberan en el horizonte. La torre es semejante a una espiga y como la espiga nos protege, nos procura el trigo de la esperanza.

Vemos a lo lejos a otros vecinos distantes, tampoco se acerca nadie a nadie cuando salimos a comprar, el hombre, como dijo Heidegger pero refiriéndose a la distancia que el tiempo y la muerte nos otorgan, es ahora un ser de lejanías. Estamos desarrollando, tristemente, la inmunidad hacia al otro.

Comprendemos ahora cómo nació el saludo entre los cromañones, esa mano tendida que no escondía ni flecha ni hacha... ni virus. Ahora todos somos ajenos, todos somos extraños y vagamos contra el cielo del Sur en bandadas remotas.

Hoy había en el congreso, computando ujieres y policías, menos personas que en el gabinete ministerial de PSNCHZ, comparecía este en el congreso que, disminuido, certificaba lo que nadie ha ignorado nunca, que la representación parlamentaria puede ser suplida por una representación ponderada. Aunque no hubiera gente en los escaños no estaba más vacío que otras veces, donde no hay opinión propia solo hay ausencia, sus señorías han sido siempre ectoplasmas con derecho a voto.

Hay algo trágico en el Presidente, también en el Rey, no eran distintos los personajes que William Shakespeare insuflaba de verbo heroico. A quienes los dioses quieren destruir primero los colman de victorias. Sería insensato culpar al Presidente de la existencia del virus, pero es inevitable hacerle pagar ahora por su mala suerte, parecía que tenía la baraca franquista y las furias se han desatado contra él. A su lado, el apóstol de los gentiles recuerda al Yago de Otelo o a cualquier otro instilador de cizaña que bordaba el cisne de Avon. 

Felipe  da más lástima porque carga con su edípico monstruo, pero la solemnidad dinástica lo protege. Los reyes, incluso los de la baraja, no son, no pueden serlo, de este mundo. Suyo es el exceso máximo y la mínima bondad, solo dan cuenta a Dios de sus acciones. Haya o no República.

Por eso no me ha parecido bien la cacerolada. Igual que nos aplaudimos a nosotros mismos sin merecernos nada hay símbolos ajados que aún nos representan. No podemos echar más leña al fuego. Deberíamos ser más templados, siquiera por nuestros mayores. A muchos ancianos les habrá consolado pensar que los protegen.

Cuando el Rey dice que venceremos al virus, al enemigo invisible, me parece que somos todos actores en una película de serie B, parece claro que un demiurgo estuviera jugando con nosotros, y como no se creería si se hubiera contado antes, ni se creerá cuando se cuente después, pienso que estas anomalías históricas guardan semejanza, pongo por caso, con el momento en que se encontraron dos mundos en América o la Crucifixión de Jesús de Nazareth.

Ahora sí me creo que el velo del templo se rasgara, cosas más extrañas suceden en este tiempo en las calles vacías.

Después de escuchar a los políticos no se le ve la solución a esto: no parece que haya otra que salir e infectarse. Somos las partículas mínimas y estadísticas del vídeo ilustrativo que circula. Apresados en nuestras ratoneras es previsible que en quince días se empiece a levantar la mano: primero saldrán los hombres del campo, luego algunas ciudades menos afectadas, y al fin todos, adquiriendo la inmunidad parlamentaria y curvilínea.

Ayer supimos que la cuenta de infectados es plenamente falsa, no se están haciendo pruebas y esto es grave, hay quien se vuelve a casa sin saber si es gripe o si lleva corona, a partir de ahí no le queda más que decir con Bécquer, 

Como el mundo es redondo, el mundo rueda;
si mañana, rodando, este veneno
envenena a su vez ¿por qué acusarme?
¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?

El virus no se va a ir hasta las calores de julio y como ya nos han vacunado para lo peor, lo peor nos dará igual cuando llegue. Cuando el número de muertos iguale el número de camas en los hospitales, que es lo que se está buscando con esto, ya no nos aterrará.

Pero hay que pensar sin embargo en el nuevo primer día, cuando otra vez coincidamos en los parques y plazas, cuando superada la alergia y la inmunidad a lo ajeno, volvamos a enfermar de amor. Los primeros saludos, las primeras miradas de quienes nos reconozcamos en la calle serán como pájaros blancos, nadie nos podrá arrebatar esa celeste alegría de los dos o tres días en que seremos como los ángeles puros.

Pensar en ese día destruye el confinamiento.

 
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