Salgo a hacer la compra. Si atendemos a los nuevos protocolos que alguien nos envía será misión imposible. Me parece a mí que ni en los quirófanos para la cirugía de mínima invasión son tan pulcros los médicos. Pero es lo que hay y procede acostumbrarse. Aunque ni en mil años que viva yo sea capaz de quitarme los guantes que me obligan a ponerme en el supermercado sin mancharme las manos, así lo explique cien veces un señor muy simpático en un vídeo doméstico que vuela como el virus de teléfono en teléfono.
Según aumenta la cifra de muertos, crece el fantasma. Hay un poco o un mucho de histeria malsana en todo esto; cuando llueve, no tememos ahogarnos si estamos en casa, ni a salir cuando amaina, pero ahora todo es pánico. Sevilla no es la zona cero, apenas hay diez o doce hospitalizados, pero, ¿quién sabe? Un buen amigo me dice que en el hospital están, como en el poema de Cavafis, esperando a los bárbaros.
¿Y si nunca vinieran, como en el poema? ("Al menos ellos eran una solución").
Hay más gente en la calle de lo que uno podría imaginar, transeúntes que vuelven del trabajo, paseadores de perros, compradores que estiran las piernas y echan un cigarro. Los hay de dos tipos, como las dos Españas, con mascarilla y guantes, y sin equipo de protección individual. Los profilácticos y los sospechosos asintomáticos. Orbitan, como las dos Españas, alrededor los unos de los otros, a distancias superiores a dos metros. Los sospechosos sin embargo no tememos tanto la cercanía.
¿Cómo podrán luego reducirse las distancias?
La peste, ahora y siempre, provoca un estado de disipación moral, de telepereza y deseo reprimido. Siempre han coincidido la enfermedad y el eros, las devastaciones producen una relajación de las costumbres -en la enfermedad y en la guerra-. Por eso no ha de extrañar el alto número de detenciones que realizan las fuerzas del orden estos días. ¿Cuántas infidelidades habrán quedado suspendidas, sin consumar por causa de la peste? Probablemente menos de las que imaginamos, la libido encuentra siempre un cauce, ya sea el de los supermercados o el de los paseos caninos, y por ahí circula la peste, igualándolo todo. No me explico si no tanta gente en la calle. Es el amor en los tiempos del cólera o el miedo el que instila la ronda de los cuerpos.
Y por estas razones aumenta también por días la intensidad de la verbena de las ocho, ¿quién será el cínico -del CNI-, que programa cada día un aplauso distinto para nosotros los hámsters?
Hola don pepito.
Hola don pepito.
Thomas Mann explica muy bien este fenómeno, en la Venecia asolada por la Peste, pero también en las alturas de la Montaña Mágica de Hans Castorp. Veréis qué pronto nos sucederá lo mismo: acostumbrados a la realidad indolente del confinamiento no querremos salir. Yo recuerdo que los diecisiete días que velé en un hospital la cama de mi hija mayor por una neumonía se convirtieron, cuando pasó la fase de peligro, en una manera de la felicidad, inevitablemente se abandona uno a la irresponsabilidad de no hacer nada.
No es un efecto permanente, el propio Hans Castorp morirá en las trincheras como un hombre de acción, lejos de las cumbres.
No es un efecto permanente, el propio Hans Castorp morirá en las trincheras como un hombre de acción, lejos de las cumbres.
Hasta la hora de la verdad todos somos héroes o cobardes.
Cuando entro en el DÍA, ya casi de noche, una voz en off, como en las películas distópicas nos recuerda que "por el bien de todos acatemos las normas que las autoridades han dispuesto...", pero ¿quiénes son las autoridades? Otra vez el ente kafkiano suplantando la conciencia. Parece que era necesaria una guerra o una epidemia para restaurar los valores morales, pero, como en el terrorismo islamista, me temo que lo que se suplante sea la libertad. Hemos doblado la cerviz y con la cerviz, el libre albedrío.
Ataquemos las normas o lo que queda de siglo será el imperio abstracto del miedo y la obediencia.
Ataquemos las normas o lo que queda de siglo será el imperio abstracto del miedo y la obediencia.
Por algo el virus viene de China.
En el Supermercado hay de todo; en la Plaza del Salvador de Sevilla, donde no veremos este año salir la Borriquita y donde antes de la epidemia, cada día, brillaba el oro y la espuma de la cerveza, había en 1649, cuando la peste, un mercado de verduras que por la tarde se convertía en un camposanto. Todavía está la cruz del cementerio allí, encastrada en los muros externos de la Iglesia. La lechuga fresca se mezclaba con el hedor de los cadáveres. Pero, aunque la epidemia era devastadora, terrorífica, no se paró la vida como ahora. Y no por ignorancia. Nosotros tenemos demasiados protocolos y demasiado miedo a la muerte. Aquellos hombres y mujeres solo tenían diez mandamientos y los mejores de ellos solo dos. Sabían morir. Sabían qué era la buena muerte. Su temor no era el fin de la existencia sino el horror del infierno. No precisaban de un 112 o un 061, su centro de emergencia era el viático:
"Por aquí se sirven los sacramentos a deshora".
"Por aquí se sirven los sacramentos a deshora".
El virus ha descubierto las cartas de nuestra fragilidad, y toda profilaxis es inútil contra la muerte. Aquí hay una enseñanza importante, mientras los muertos eran viejos y chinos, allá en el horror de Wuhan, aquí estábamos seguros, era la tierra sólida. De haber sido más mortífero y menos selectivos nos habríamos preparado mejor.
Lo más desastroso es lo de las residencias de ancianos, esto se podría haber evitado, pero como Occidente no es un país para viejos, lo dejamos estar. Ahora asustan los muertos sin cara de esta epidemia, cuando el anciano no es lejano y chino, de repente cambia todo. Sigue sin embargo siendo demasiado anónima la muerte y la abstracción -¿qué cosa es un virus sino un ente invisible?- juega siempre de parte del enemigo. Por eso triunfa en el mercado la pintura abstracta.
Nosotros a los ancianos, no se olvide, ya los habíamos matado de soledad hace mucho.
En esas residencias abandonadas por sus cuidadores, como las ratas de los barcos, convertidas en leproserías del medievo, se debe estar viviendo un horror, el virus ha resultado ser el ángel exterminador de una eutanasia activa. Para colmo de males, en lugar de centrar los esfuerzos en proteger a la población más débil nos hemos confinado todos, dejándolos a ellos más solos y más débiles y más asustados.
En esas residencias abandonadas por sus cuidadores, como las ratas de los barcos, convertidas en leproserías del medievo, se debe estar viviendo un horror, el virus ha resultado ser el ángel exterminador de una eutanasia activa. Para colmo de males, en lugar de centrar los esfuerzos en proteger a la población más débil nos hemos confinado todos, dejándolos a ellos más solos y más débiles y más asustados.
Ya llegaremos a viejos y caerá sobre nuestras conciencias esta falta de escrúpulo y previsión.
Después de tanta profilaxis, de tanta campanilla para avisar de la carroña, me acuerdo del encuentro de San Francisco y el leproso y pienso que quizá, digan lo que digan, no hay que quedarse en casa.
Hay que salir a ayudar.
Pero no nos dejan las fuerzas del orden.
1 comentario:
Es auténticamente demoledor. Cómo sociedad aún no hemos tocado fondo en cuanto a deshumanización y egoísmo, pero nos queda muy poco.
Me rindo ante tu pluma sublime, maestro.
¡Gracias por éste obsequio diario!
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