miércoles, 25 de marzo de 2020

Diario del año de la Peste XII (En un mercadona persa)

Tras varios días de trabajo encerrado -el confinamiento del confinamiento- hoy toca salir a comprar. Desde primera hora me atosiga la jindama. Salir a comprar ahora es más arriesgado que ir a cazar un mamut o un tigre de dientes de sable en cualquiera de sus tres especies gracilis, fatalis y populator, sobre todo populator [1]. 

A tenor de lo que nos dicen en los móviles la ciudad ha sido invadida por una legión mutante de muertos vivientes, de zombis que han superado el virus y han decidido inoculártelo, fugándose de los hospitales y violentando la cuarentena. Dos de cada tres mensajes habla de esto. El tercero te informa de que el virus anida en todos los envases del supermercado. 

Salir a comprar y morir es lo normal.

Casi nadie vuelva ya de la compra.

De hecho, como nadie ignora, los supermercados y los hospitales están interconectados.

Pero no queda otra, la alternativa sería la muerte por inanición y uno es padre de familia, así que me interno en el más oscuro y remoto de los cuchitriles de esta casa y abrazados a los dioses tutelares del hogar, a los lares, manes y penates, pinto un carrito de Altamira en la pared. Ojalá se dé bien la compra, ¡por Tutatis,! me digo a mí mismo con poca seguridad ahora que hasta Alberto Uderzo ha muerto y seguimos sin poción mágica de vacuna.

No sé cómo interpretarán los futuros arquéologos estas pinturas rupestres en el alicatado de mi cuarto de baño, quizá alguno diga que esto era como el cine, pero de cine estamos ya exhaustos en Netflix, señor Indiana Jones.

Me decido esta vez por Mercadona, Ministerio al que debemos la salvación de España. Roig y Calviño, con Ayuso y Robles son los grandes héroes del confinamiento y deberíamos tallar su efigie sobre el Rushmore del Valle de los Caídos.

En fin, todo sea por los donuts y los doritos.

Me imaginaba yo que las calles estarían siendo asoladas por devastadoras tribus en lucha con la policía, algo así como Mad Max, pero en la calle solo hay el silencio de la naturaleza.

Observo que sobre el suelo enlosado de la terraza donde tantas veces hemos tomado el aperitivo ha empezado a crecer la yerba. Otros quince días de confinamiento y el barrio de los Bermejales dejaría en pañales a las Ruinas de Itálica.

Como no hay nadie circulando aprovecho para rayar el coche recién comprado, pero ese rozadura iniciática por la que pasa todo conductor de estreno no me perturba lo más mínimo. Me parece bien dejarnos la piel en Mercadona por España y la Humanidad.

La cosa está más seria que hace una semana, ir sin mascarilla te convierte en sospechoso, los que ni siquiera acceden a ponerse los guantes -nadie se atreve a decirles nada pues vienen de la ciudad sin ley del polígono Sur- van rodeados de un escudo invisible que mantiene alejada la gente a 50 metros.

Me interno en los lineales silenciosos como quien entra en una nave espacial, todos los hombres son ahora Darth Vader. Esto en el mejor de los casos, porque cuando algún enmascarado se acerca tras de ti a por la leche semidesnatada y te pone el virus en el cogote como el monstruo de alien, parece que uno sintiera latir en su corazón el silencio de los corderos.

Los estantes están llenos, pero falta el vino de alta graduación, se ve que la gente ha decidido pasarla bien, ya que vamos todos a morir que al menos la muerte sea dulce como el Málaga o el Pedro Ximénez. Hemos sabido que en Madrid hay orgías clandestinas y que en algunas casas la farra es permanente. Nadie quiere dejar este mundo de miserias y cuanto más dinero se tiene, menos.

El día que nos toque hacer una guerra de verdad, lo mejor sería rendirse.

¿Cómo nos engañaron los financieros haciéndonos creer que trabajaban como hormiguitas cuando eran cigarras holgazanas e indolentes? No guardaron crédito ni para un invierno, ni para dos semanas. 

Resulta que todo el mundo estaba viviendo al día.

Los hombres en el Supermercado, con su mascarilla, (¿dónde las habrán conseguido?) son ahora todos Darth Vader, pero las mujeres parecen Sherezade. Solo vemos sus misteriosos ojos oscuros maquillados de Kohl, lo mismo que en Damasco o en Bagdag. Es lo que tiene estar confinado a los cuarenta, que es una edad muy mala. ¿Quién podría haber imaginado que algún día retornaría a la vieja Isbilia el Niqab, el velo islámico, en forma de mascarilla? 

Hay dátiles en la frutería, rodeado de víveres y de las huríes del profeta, me parece estar ahora en el paraíso de los mártires moros. Reviso el adjetivo y también la frase anterior. La dejo tal y como. La incorrección política es en estos días un bien de primera necesidad, como los doritos. No me importa que desde fuera de la literatura se juzgue la referencia a las hijas del profeta como un regüeldo heteropatriarcal:

Desde la manifestación del 8M todos tenemos una orden de alejamiento de un metro y medio como mínimo.

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[1] Debo esta nota erudita al Doctor Juan Luis Rodríguez que en gentil misiva por intermediación de nuestro común amigo el Doctor Lutgardo García Díaz me avisa del lapsus zoológico de haber incorporado aquí a un improbable león y añade, profundizando en la cuestión : "con enormes colmillos, musculatura y gran bulbo olfativo, no está emparentado con el tigre actual; el smilidon sí parece que le toca algo al lince rojo.". OBRIGADO.

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