Como en una aldea remota en las fronteras del imperio ruso o del austriaco, en los confines de Ucrania y de Galitizia -un villorio asediado por la enfermedad y los progromos que fía su última esperanza en los Salmos del Rey David y los dichos del Talmud- hoy en Arroyo de la Luz ha subido un violinista de Dios a los tejados.
Es la imagen del día.
No caía la lluvia sobre el fango, ni estaban nevados los caminos, ni relucían tampoco en ell campanario los colores jasídicos y las cúpulas doradas de un kremlin eslavo.
Pero era la misma locura que hace saltar al violinista judío por entre las azoteas.
Sobre la Iglesia berroqueña de la Anunciación que como un relicario alberga en su interior un retablo que es cumbre del arte occidental -almendradas miradas divinas del Divino Morales- ha caminado el sacerdote por el filo azul del cielo como Cristo sobre las aguas, con la cándida toga eucarística aventada por los aires de marzo.
"He bendecido los cuatro puntos cardinales"
Apartado el Santísimo en el desván del confinamiento, el párroco de Arroyo -mitad Santa Teresa, mitad Alonso Quijano- ha extraído del hondo hontanar de la mística guerrera española el ostensorio de las eternidades.
Salve, Sol.
Y era entonces la blancura deslumbrante de Juan Ramón Jiménez -cuando Dios está azul-, la que descendía como el maná a los altiplanos extremeños, saciando al espíritu hambriento que grita en el desierto de profundis.
Porque sin nuestras tradiciones, como decía Topol, la vida sería tan inestable como un violinista en el tejado o un encierro por COVID.
Porque sin nuestras tradiciones, como decía Topol, la vida sería tan inestable como un violinista en el tejado o un encierro por COVID.
El violinista en el tejado, Marc Chagall |
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