El mar ha arrojado una ballena muerta a una playa de Cádiz, pero en su vientre no duerme Jonás. Un cometa de larga cabellera verde se acerca a la tierra directo a precipitarse contra el sol como Ícaro. En las sabanas de África bulle la plaga bíblica de la langosta, una legión millonaria de mandíbulas batientes se abate contra los tallos tiernos del cereal.
En todas las ciudades del mundo el Ángel Exterminador está recorriendo las calles vacías y entrando en las casas: solo pasa de largo en aquellas marcadas con la sangre egipcia de la juventud.
Ayer viernes el velo del Templo se rasgó, se estremeció la tierra y se rompieron las rocas y los sepulcros se abrieron porque el Hombre Blanco había surgido ante la inmensa explanada del dolor portando el estandarte de la Resurrección.
In hoc signo vinces.
Como la Serpiente de Bronce cuya mirada sanaba a los israelitas en el desierto del Sinaí, un Cristo de madera redentora se alzaba junto a la Basílica de San Pedro, irradiando su serena majestad a los cinco continentes eléctricos. En el silencio hondísimo de la lluvia se escuchaban los aullidos de cinco siglos de peste y vimos el espectro de las masas inmundas que entre bubas putrefactas y vómitos de fiebre se hacinaban en las callejuelas de Roma cuando aún no estaban completos estos muros.
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?
No, no era un sortilegio, en el vacío abrazado de la plaza de San Pedro toda la humanidad latía. Frente a los televisores contemplamos la soledad cósmica del mundo, la misma que hace veinte siglos rodeó con su vacío al Gólgota. La gigantesca ausencia arquitectónica era al mismo tiempo la imagen del alma devastada y la presencia universal del espíritu. En la calma de la piedra el Hombre Blanco avanza abrazado por el paño humeral del dolor .
¡Elohim, Elohim, lama sabactani!
Toda la Verdad en este cordero de trigo redondo que llena el vacío existencial de esta hora en el Monte de los Olivos, surcada de invisibles latigazos de sangre y coronas de espinas de virus.
A punto de girarse los goznes que abren las compuertas del Valle de Josafat -donde se habrá de celebrar el Juicio de los Juicios-, quedamos en suspenso contemplando, ahora que atardece, cómo la Voz increpa al viento huracanado y al mar de los gentiles.
La plaza de San Pedro es ahora la playa donde rompen las encrespadas olas de un planeta que sufre dolores de parto y que poco a poco se abaten apagadas, silenciosas, acaso derrotadas.
Porque en mitad de los océanos oscuros está ardiendo como un faro un mástil de luz blanca más alto que cualquier sol.
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