Como no está en nuestra mano el hacer nada, decidimos ayer salvar al mundo, que es lo que dice Voltaire que hace quien cuida su jardín. Paloma y yo plantamos un rosal de rosas rosas. Habíamos comprado el esqueje el día antes del confinamiento, cuando ignorábamos su gravedad y su dureza, pero ya sospechábamos su duración.
Las plantas son bienes de primera necesidad y el trabajo de jardinero tampoco debería cesar nunca. Como otros pasean a su perro debería estar permitido salir a cortar flores.
Calculo que tendremos rosas en octubre, cuando Paloma haga la primera comunión, que por mayo iba a ser por mayo, cuando hiciera la calor, sino fuera porque, tristes y cuitados, vivimos en una prisión a la que ahora no se le ve fin y a la que solo cantan los pajarillos de Twitter.
Uno imagina las calles y plazas henchidas, rebosantes de vida: el río de la gente en la Gran Vía en agosto, el incienso de otoño bendiciendo Sevilla con sus procesiones extraordinarias, la Maestranza bajo la luz ambarina de la miel de octubre...
Pero no.
La realidad ahora es que con el cambio horario el país ha entrado en pausa. Todos los años por esta fecha nos roban una hora de la primavera, pero este año la primavera está en la UCI.
Salimos a aplaudir y ya es de día, pero la lluvia cae como un llanto, y es otra vez de noche en nuestro corazón.
Aún así debemos aplaudir por nuestras hijas, porque ellas están derrotando a algo mucho más terrible que el virus: en sus aplausos el mundo está empezando a enderezar el rumbo. Y aunque no sea más que una ilusión, de estos días de encierro guardarán siempre la alta memoria de la esperanza.
Parece que el rosal en un solo día ya hubiera crecido "In memoriam víctimas COVID19".
Ojalá que como aquellos rosales de Mañara que crecen todavía en el compás de la Santa Caridad, donde Rilke escuchó gemir a los ancianos moribundos y que tantas epidemias ha conocido, no dejen de florecer nunca sus rosas por los siglos de los siglos.
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