A los dieciocho días de abandonar la Gomera en su primer viaje Cristóbal Colón alcanzó, como nosotros hoy, el mar de los sargazos. Rodeado de algas y ante la visión de algún crustáceo creyó erróneamente que ya se hallaba cerca de la Tierra Firme, pero aún le quedaba casi un mes de confinamiento. Era el primer navegante que surcaba esas praderas verdes, casi esmeraldas, en cuya calma tensa tantos navíos varados naufragaron luego. Él no lo supo, pero fue el instante más peligroso de su trayectoria, más aún que los motines que luego se sucederían.
A nosotros nos queda todavía la misma travesía por delante, no deberíamos dejarnos confundir por la suavidad de la curva que no llega ni desesperarnos porque esté tan lejos la tierra que no se adivina.
Estamos, como el Almirante, en el mar de los sargazos.
Leo en algún tabloide "Público" que la responsabilidad de la pandemia no hay que imputarla a los gobiernos italiano o español, sino al capitalismo internacional, a Alemania y a Holanda, a las rutas que sigue el dinero, que son las de la globalización. Como hipótesis es bonita, pero no es nueva: tras la arribada española a América la población indígena quedó diezmada, otrosí habría sucedido en Europa con patógenos de ida y vuelta como la bacteria de la sífilis.
En el intercambio humano se fortalece la respuesta inmune, el mayor riesgo de este confinamiento es la gigantesca distancia que, más allá de Skype, hemos puesto sobre los otros. Si a la salida de las carabelas nos atrevemos a abrazarnos, desaparecerá la pandemia. Si aceptamos que nos embriden con el bozal de la mascarilla estaremos LOST IN TRASLATION, perdidos en la frialdad coreana o japonesa.
No, ningún gobierno tiene el poder de sofocar o de agitar al virus, este sigue su curso natural como lo sigue la especie desarrollando anticuerpos.
En el mundo anterior a las vacunas había siempre pandemia, nosotros no lo hemos conocido, pero basta recordar alguna visita a un cementerio: diariamente salían de las casas ataúdes blancos de niño y si un hombre joven enfermaba se encamaba hasta las cejas esperando a la muerte.
Esa vida preñada de muerte era, siento decirlo, más viva que la nuestra que ha perdido el sabor como la fruta transgénica. La gente está injustamente aterrada, pensamos en el bicho como si fuera la peste bubónica, pero la peste en apenas dos meses redujo en 1649 la población de Sevilla a 50.000 almas, quiero decir que se llevó casi 75.000. Y esto fue casi ayer, treinta y cuatro años después de la Segunda Parte del Quijote, donde España ya es España, con sus Pedrosánchez y su Vox.
Lo decíamos el otro día, ellos no tenían miedo a la muerte sino al infierno, "por aquí se avisan los sacramentos a deshora", el viático era su 112. ¿Cómo podían en mitad de tanto sufrimiento y tanta inseguridad no ya construir edificios increíbles o hacer sinfonías eternas -Schubert muerto a los 31, Mozart a los 36- sino simplemente vivir?
Esa es la respuesta que debemos dar cuando se acabe esto y alcancemos por fin la Isla de Guananí, ¿hasta qué punto el nihilismo nos ha devorado el alma?
Creo, quizá lo he dicho ya, que esta es la primera vez en la historia de la humanidad en que los sanos se esconden en sus madrigueras y se deja solos a los desvalidos y enfermos, yo creo que habría que haberlo hecho al revés -pero esto quién hubiera podido saberlo-: confinar a los ancianos con sus cuidadores y el resto de ciudadanos construir una barrera inmunológica mediante un contagio masivo.
(Disculpen la digresión anterior: no soy médico y puedo pensar hoy una cosa y mañana la contraria inducido por los golpes del corazón, pero me resisto a creer que salvar vidas justifique dejar morir sola a la gente y no enterrarla: esa es la verdadera pandemia, la de una humanidad que quería extirpar a la muerte e ingresar en la inmortalidad de las pantallas).
Pero la máscara de la muerte roja ha venido para aguarnos la fiesta.
Estamos en el mar de los sargazos y nos queda por delante mucha travesía entre las sombras: "todas mis amigas se están quedando viudas", me dice mi madre, ya mayor -pero siempre igual su sitio al paso de mi alma- con una resignación desolada.
Los ancianos que nos están dejando -y no se me olvida que también mueren jóvenes, pero es la excepción- fueron niños de la guerra y la posguerra, vieron todavía los ataúdes blancos y las cartillas de racionamiento, pero no vieron nunca morir -masivamente- a nadie en soledad.
¿Sería mucho pedir que con la vacuna volviera otra vez la humanidad?
1 comentario:
Así es
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