Desde las inquietantes y freudianas “Siete canciones” de Alban Berg, todavía en el vienés filo de la tonalidad, pero subyugantes de cromatismo y altura lírica, hasta los ritmos de habanera cubana al son zarzuelero de Ernesto Lecuona, el recital que dieron ayer en la Sala Turina, la soprano madrileña Natalia Labourdette y el maestro Francisco Soriano, al piano, fue un prodigio de principio a fin.
No conocía a esta cantante lírica, mucho me tendría que equivocar si no doy por seguro que -con toda la juventud por delante- le espera una fastuosa y riquísima carrera musical.
Dueña de una voz melódica, con un timbre claro y bellísimo, una potencia fuera de lo común y un fraseo que llega a lo sublime: la segunda parte del concierto centrada en un repertorio más belcantista fue una exhibición impactante de recursos vocales, pero también de recursos escénicos, con desparpajo, picardía y dulzura nos ganó a los happy few que nos reunimos en la Sala Turina, esa cueva del saber sevillano, que se puso en pie al ritmo de ¡oles! y de ¡brava!
Los que asistimos, felices escogidos, no lo podremos olvidar nunca y algún día, cuando triunfe en el MET diremos: yo estuve allí.
Muy bien el Maestro Soriano al piano, con tensión y emoción lírica, precioso fue el arreglo que hizo sobre la zarzuela de Lecuona que nos regalaron en los bises. Espero que su entusiasmo por el Lied y el recital sigan dando los espléndidos frutos que augura su pasión por el género.
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