Después de 20 años he cambiado de utilitario, he pasado de apenas dos agujas y un cuenta kilómetro a tener un panel de indicadores que ni los de Houston en los mejores días de la Nasa.
De hecho me parece, como decíamos ayer, bastante más fácil anulizar el Apolo XI que, pongo por caso, conectar el Android Auto.
No entiendo por qué no vienen ya con conductor artificial, por malo que sea el robot siempre lo hará mejor que yo y con menos peligro para todos.
Lo que más me gusta es que tiene cámara trasera y ya no hay que aparcar de oído sino jugando al Tetris, hasta que el bloque se ubica entre las rayas, sin controlar demasiado los giros aleatorios del volante.
Se acabó el dale, dale, dale… le diste.
Ahora, cuando se rompa la cámara, que se romperá, no sé que será de mí, porque me habré olvidado de cómo se aparcaba, si alguno vez lo supe.
Yendo a lo que importa, en realidad -al menos en mi caso- no se compra uno un coche, sino una orquesta sinfónica, o más de una. Voy por mi hiper tuneado barrio a ritmo de Beethoven como otros se ponían a ritmo de bakalao.
Soy un macarra clásico.
A ver cuánto me dura, en estos veinte años he pasado del casette al mp3 o Spotify sin haber pasado por el CD, claro que mayormente para mí el coche ha sido una celda monástica.
La séptima vez que me robaron el auto-radio, hace ahora diez años, decidí plantarme, yo creo que por esto solo conducía solo por ciudad, la perspectiva de un viaje de varias horas solo con mis pensamientos y sin un muro donde apuntar mis ocurrencias -más que nada para quitármelas de encima- se me hacía aterradora. Mi coche era lo más parecido al gran silencio de una Cartuja.
La lástima es que los nuevas orquestas sinfónicas de los coches vienen sin CD, ni entrada auxiliar de audio y yo estoy empeñado en escuchar los centenares de CD que duermen el sueño de los justos en sus cofres desde el último robo de la pasada década.
Ahí ando peleado con las antenas, las frecuencias, los bluetooth y los USB.
Que por algo dicen que soy Teleco.
Y chófer….
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