La historia, se sabe, la escriben o la escribían siempre los vencedores. Una vez fijada es, además, inamovible. Entre los aforismos de aquel manipulador genial que fue el divino Vizconde de Chataubriand se lee que aun cuando se demostrara fehacientemente que los Anales de Tácito son un conjunto de falsedades, no cambiaría un punto nuestra visión sobre los hechos de Roma allí descritos.
En nuestra era líquida, en cambio, la historia se escribe para ganar la guerra. Es lo que ahora se llama "el relato", ese trasunto de la opinión pública que encadena una secuencia de causalidades hilvanadas hasta adquirir carta de verdad irrefutable. Impugnar este relato cuando cristaliza es anatema e implica de facto un linchamiento en el tribunal de Twitter.
Cualquiera que haya experimentado la gran distancia entre algún asunto público que le sea conocido y lo reflejado en los medios de comunicación, incluso cuando es contado de primera mano como sucede siempre en las entrevistas, habrá de poner en cuarentena -que es la expresión de moda- las versiones oficiales, esto es, la que se vuelve moneda común.
Doblegar el relato es imposible, tan imposible como modificar una primera impresión cuando somos presentados a alguien o como darle la vuelta al marcador si vas perdiendo con los USA en la final olímpica de baloncesto.
La verdad no interesa porque no genera rendimientos políticos, así asistimos perplejos a la mutación de la realidad, un respirador puede ser hoy turco y ayer chino, que nadie habrá nunca de responder por ello. Los tests virales pueden ser hoy media docena de miles y mañana un millón, la predisgitación de los medios lo puede todo.
La cainita lucha política que ha desencadenado por la crisis es una verdadera guerra mundial sobre el relato probablemente porque por primera vez la izquierda se encuentra en desventaja. La tan traída y llevada ley del embudo aplicada, pongo por caso, a los escándalos por corrupción no es sino el reflejo de la desigual gestión de los medios que hacen las dos Españas.
Si recordamos la infeliz y ahora preterida cuestión catalana se hace evidente que la estrategia del independentismo político era imponer el relato a los suyos y, sobre todo, entre las potencias extranjeras, por llamar de algún modo a lo que antes era el casticísimo Flandes.
En esta lucha por el relato el Gobierno ha tropezado y tropezará siempre con la cuestión de la manifa del 8M. No importa cuántos mantras y consignas se desaten sobre el número de misas, los encuentros deportivos, el metro en hora punta o la verbena de Vox, el pescado está vendido y no hay forma de devolverlo a la lonja porque hiede.
No sería exagerado decir, ahora que conocemos el poder destructor de los asintomáticos, que el impacto de la manifestación sobre la pandemia haya sido relativo, el virus en Madrid ya campaba a sus anchas y había invadido hasta el último resquicio de la capital.
La imagen, sin embargo, de unos responsables políticos arengando a las masas para ser inmolados en la guillotina de la covidia no se quitará de la memoria, así se laven los cerebros con alcohol isopropílico o del otro.
Es tristísimo que la codicia política nos enfrente en una situación tan luctuosa, cuando el virus no distingue de ideologías, -aunque parece haber respetado más a los que se dicen moderados o de centro, en muchos aspectos figura ser una criatura inteligente sincronizada con el karma (Boris Johnson)-, y resulta patético ver a los infectados de las ideologías más extremas dándose garrotazos mientras mueren nuestros mayores.
No parece el momento de las caceroladas ni de las manifestaciones virtuales para derrocar la corona viral, ya habrá tiempo de exigir responsabilidades, y no creo que los españoles olviden fácilmente las actitudes de los hunos y de los hotros.
Por desgracia sigue muriendo gente y el gobierno tiene puesta la vista en lo que a su juicio lo salvara de la "manifiesta" condenación, esto es, que los muertos extranjeros den cifras similares. Las noticias de televisión española hablan más de los otros países que del nuestro.
Pero da igual porque la batalla del relato está perdida y no se perdió en el 8M, sino uno meses antes. Cuando uno gobierna, no cuando uno pretende gobernar, debe evitar irritar de más al adversario porque si luego vienen mal dadas -y nunca peor que ahora- no puedes exigir la sangre, el sudor y las lágrimas churchilianas al cien por cien del pueblo.
Una no desdeñable cantidad de españoles estaba esperando al Gobierno a la salida del bar, por la cosa catalana, por la cosa etarra, por las cosas de Franco, mayormente (¡Ay Tutankamon!). Ahora da igual que el Presidente salga a decir que son unos hilillos o que la OMS había dicho que el atentado lo había perpetrado la ETA.
Aunque la manifa hubiera estado limpísima de gérmenes allí estará siempre, por los siglos de los siglos, el kamikaze coronaviral: ¡pásalo!
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