domingo, 29 de noviembre de 2020

Miedo de vivir

A cierta edad, cruzado el umbral de la madurez y habiendo dejado ya bastante lejos la mitad del camino de la vida, empieza a resplandecer en el horizonte la luz crepuscular del fin de la existencia.

Está lejos aún, nos engañamos, porque para cualquiera puede ser la última hora la que está dando ahora el reloj, pero ya no tan lejos como el día en que fuimos alumbrados. En esto no hay engaño posible salvo que fiemos en la ciencia una destrucción de la vejez que nadie se atrevería a afirmar en estos tiempos convulsos de pandemia que nos han hecho tan conscientes de nuestra fragilidad biológica.

Sería inexacto afirmar que no tengo miedo a la muerte porque es un terror atávico que a todos nos subyuga y, sin embargo, cuánto más miedo me daba la vida cuando era joven.

Mal que bien, (y ha sido -he tenido suerte- mucho más bien que mal), ha logrado uno ya ciertas cosas que hace dos décadas eran solo una posibilidad cuya concreción era ignota: ha fundado un hogar, ha tenido dos hijas, ha escrito algunos libros que llegarán a ser leídos (más no espero y mucho sería) por algún nieto o nieta que herede estas propensión a la tristeza y la meditabundia, ha sembrado un jardín y reunido una biblioteca.

Sin embargo, cuando en las tardes cenicientas y mustias del otoño, bajo la triste lluvia amarilla de las farolas veo pasar a los jóvenes, camino de algún empleo precario o de la academia que cifra las ilusiones de una vida más alta, me entra una pena infinita. 

Es verdad que entonces la muerte no era ni siquiera una idea y que devenir en adulto era algo inimaginable, un cambio de estado al que no sabíamos por dónde se llegaba  -(y por eso cuando llegamos tenemos miedo, pues como en esencia la conciencia no cambia, seguimos siendo niños asustados ante la responsabilidad sobrevenida de repente ¿ser adulto era esto?, decimos.-)

Pero, ¿qué era entonces la vida o el futuro o el mañana sino un magma insondable donde cabían todos los horrores -que ignorábamos- y toda la ilusión -que nos salvaba-?

¿Adónde conducía la existencia, qué puertas abría o cerraba aquél examen, aquella ruptura, esta o aquella decisión?

Pienso ahora en los jóvenes y la pandemia. A ellos, que tienen y no lo saben (como lo tengo yo ahora y tampoco lo sé) todo el tiempo del mundo por delante, se les tiene que estar haciendo, sin embargo, extremadamente largo este año de desdichas. 

Aunque los supongamos inmunes a la enfermedad o la  muerte la incertidumbre de estos meses de encierro y la ausencia de afectividad ha debido intensificar el dolor que siempre arrastran.

Un poema de Gimferrer, "Cuchillos en abril" -hablaba de los adolescentes, pero por extensión vale incluir a toda la juventud- decía:


«Odio a los adolescentes.
Es fácil tenerles piedad.
Hay un clavel que se hiela en sus dientes
y cómo nos miran llorar.

Pero yo voy mucho más lejos.
En su mirada un jardín distingo.
La luz escupe en los azulejos
el arpa rota del instinto.

Violentamente me acorrala
esta pasión de soledad
que los cuerpos jóvenes tala
y quema luego en un solo haz.

¿Habré de ser, pues, como estos?
(La vida se detiene aquí.)
Llamea un sauce en el silencio.
Valía la pena ser feliz».


Es decir, entonces -ellos ahora en su presente- éramos felices, pero no lo sabíamos, lo que equivalía a no serlo.


De la misma forma cabría suponer que ahora, cuando todavía el fin de la existencia es una amenaza lejana y dudosa, yo esté siendo feliz y no lo sepa.


Pero sí, sí lo sé.


1 comentario:

José María JURADO dijo...

Nos ha pasado a muchos, a mí también me ha sucedido.

Abrazo.

 
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